El niño echó la vista atrás, hacia el sendero de sus innumerables instantes de vida y contempló la convivencia humana, a lo lejos, en la Historia.
Sumo dos más dos y le salió uno, y no supo entender aquellas cuentas. Usando piedras, las ponía una después de otra sobre una línea trazada sobre la tierra, y al final acababa por no distinguir unas de otras, ni éstas del suelo; y si se acercaba demasiado, lo que era uno se disparaba hacia el infinito. Ofuscado, levantó una de ellas y la lanzó contra las otras, que se quebraron y se desperdigaron haciendo giros y piruetas.
Se sentó en la orilla del precioso lago multicolor que tenía delante, frente a la cascada que otorgaba reflejos de arco iris sobre las ondas que provocaba ésta en la superficie. Un par de ánades navegaban sobre el agua, cabalgando entre los parpadeos de luz que le llegaban, y se podía ver el fondo tachonado de peces de vivos colores.
Las gotas en suspensión se elevaban sobre la espuma formada por la caída del agua, las ondas se extendían una tras otra en una cíclica carrera eterna, las gotas cubrían a los ánades y los peces parecían suspendidos en un baile sinuoso en el centro mismo del fluido. ¿Dónde acababa el lago y dónde empezaba el aire? ¿Hasta dónde se filtraban las moléculas de agua entre las plumas de las aves y entre las escamas de los peces? ¿Acaso podía vislumbrar donde se encontraba la frontera entre unos y otros? ¿Dónde estaba la frontera entre lo que era indiferenciado? ¿Dónde se encontraba la distinción entre grupos y personas, entre sociedades, países, regiones, culturas, comunidades…, todos esos grupos que había visto a lo largo de la Historia? Levantó una piedra, totalmente frustrado, y la arrojó al lago, los pájaros elevaron su vuelo y los peces se agitaron asustados, alejándose; pero con esto no cesó su enojo.
Se imagino por un momento que no existiese fronteras, ni distinciones y que todo estuviera interconectado, como en una red neuronal en la que cada una de las células tuviese influencia sobre el resto de las mismas y sobre la totalidad que conformaban, y le dio tal vértigo que lo dejó apartado para otra ocasión mejor, pues el miedo que le provocó fue de una inmensidad superior a la del Universo, e inmutable en sus consecuencias como la atracción gravitacional.
Al día siguiente, tumbado sobre su cama, sintió aquella cuestión asaltándole de nuevo, pero esta vez no se desmoronó, y meditó profusamente sobre ella. Se imaginó que los actos de las personas fuesen lo bastante importantes en sí mismos como para tener relevancia para el grupo, pero que fuesen lo suficiente irrelevantes como para no ser determinantes, salvo cuando se convertían en costumbres. Esto supondría que las actuaciones de cada una de las personas tendrían influencia sobre el resto, haciendo suma o resta de las consecuencias que trajesen, pero que al no ser determinantes excepto cuando fuesen reiterativos y aceptados, no sería excesivamente relevante los fallos que se pudieran cometer.
Rehuyendo de los aspectos materiales y demostrables por la física actual, si aceptase otras consideraciones menos ortodoxas, todo lo que hiciera tendría repercusiones sobre lo que le rodease. Sería la consecuencia de la fusión e inseparabilidad de todo lo que le rodeaba, la pérdida de su propia individualidad y su unión con el entorno. Cualquier cosa mala que realizase se lo estaría realizando a sí mismo y a los demás, a los que fuese estúpidamente dirigido por considerarles sus enemigos y a los que no quisiera dañar nunca. La responsabilidad era enorme, y la decisión inevitable. El chico la tomó independientemente de lo estúpida que pudiese resultar para sus semejantes (no habló de esto a los demás, de todos modos, pues sabía con que gesto le mirarían). Tampoco pretendió convencer a nadie, no en vano, sólo con tratar de hacer bien las cosas ya estaba ayudando a la totalidad de la que era parte, y tal era su objetivo.
Hoy en día justificamos las conductas inapropiadas de toda índole porque son algo común, porque la influencia de uno solo sobre el resto es nimia o porque errar es de humanos. Además, abogamos por no ser el pardillo de turno, ser el listo que sabe sacar ventaja sobre el resto con picardía, difuminando con juegos malabares lo que es ser inteligente con una zorra de gallinero, única y exclusivamente por el miedo que nos da que nos traten de tontos. Todo en pro de descargarnos de la responsabilidad que devienen de nuestros actos y que podrían ser más amplios de lo que nuestra complacencia nos dicta. Algo dentro nuestro, ilocalizable, nos dice que esto es así, pero lo acallamos con nuestras comodidades, el ruido de que nos rodeamos, nuestro estrés, nuestro cansancio diario y nuestra vagancia. Si la intuición del niño fuese cierta, las consecuencias serían de una magnitud inigualable, y demostraría de una vez por todas que la humanidad camina unida e inseparable hacia el destino que, como una entidad individual formada por múltiples elementos, ella misma se forje, sin poder refugiarnos nunca más en la insignificancia del individuo.
Alberto Martínez Urueña 15-06-2010