Ya os había dicho que volvía, sobre todo después de que esa gente de la junta (no pongo los apellidos, por si acaso) me haya dicho que un examen que yo considero perfectamente válido para aprobar no es suficientemente perfecto para sus señorías. Eso, o tengo un pequeño rebote, ya veremos a ver. Por suerte, como tengo dos oposiciones sacadas en el Estado, puedo permitirme el decirles que les den y que nos veremos en otro momento.
Pero vuelvo con ganas de hablar de las cosas que me parecen. Tenemos en vistas una de esas fiestas que para mí siempre son de lo más controvertidas, una de esas en las que me sale la vena carnicera, y no es ni más ni menos que la fiesta de Jálogüin.
Si echamos la vista atrás, no demasiados años, la gente quizá tenía otras prioridades en la cabeza. O más bien tenía menos miedos y más naturalidad con las cosas, no sé muy bien cuál de ellas pueda ser la más correcta. Resulta que la fiesta que teníamos aquí en España, aunque la palabra no sea quizá la más correcta, era la de todos los santos. Es una de esas que figuraban en el calendario y con las que quizá no estábamos todos contentos por la efeméride que supone, las visitas a lugares poco apetecibles y los recuerdos menos apetecibles aún. Con esa gran tendencia que tenemos los humanos a tratar de festejar por cualquier cosa (lo cual no me parece mal del todo, lo que no entiendo es la necesidad de excusar las ganas de fiesta, poniéndoles fecha y nombre) y banalizarlo todo para esconder otros motivos más reales pero que no nos gusta reconocer en público, como el miedo a la muerte, a la desgracia y esas cosas negativas que tratamos de hacer que desaparezcan con la táctica de la avestruz, nos hemos olvidado que en nuestra tierra, que me parece la mejor del mundo porque para eso es la mía, teníamos otras costumbres, otras celebraciones y otra cultura mucho más rica que la yanqui.
No me vayáis a malinterpretar, no tengo nada en contra de que la gente se lo pase bien, pero los niños de hoy en día no van a saber dentro de poco que sus abuelos, bisabuelos, y todas esas personas que nos parecen unos viejos decrépitos a los que habría que olvidar, se marchaban en procesión al cementerio a honrar las memorias de aquellos que ya no estaban. Os parecerá a muchos de vosotros quizá una tontería, que de esas cosas no se entera nadie, que polvo al polvo y que lo importante son los vivos, pero qué quieres que te diga, me gustaría que de vez en cuando, en esos tiempos en que mi incipiente caída de pelo sea ya del todo irreversible, y no sea más que osamenta y quizá algún reseco trozo de materia orgánica, alguien me recordará aunque fuese sólo por una o dos generaciones. De esa manera, quizá podría pervivir un poco de lo que yo deje para los que vendrán después que yo, y así los demás conmigo, y la historia de los hombres normales sirva de ejemplo para los normales que vendrán después que nosotros.
A lo que iba con estas cosas y estas digresiones en las que me enzarzo, es que nada tengo en contra de fiestas, que los niños salgan y se lo pasen bien (a ser posible sin una sociedad que les quiere malear desde que tienen diez años para hacerlos adictos a las compras, la bebida y las series de mierda) y llenen de alegría un poco esas calles tan grises de las ciudades. Pero es que me preocupa bastante la amnesia social sobre nuestro pasado, nuestros ancestros, sus errores, su experiencia acumulada, sus inquietudes, sus prioridades… Vivimos en una marea de rapidez e instantaneidad de lo que nos rodea que en su dosis correcta es más sana que el vitalinea que anuncian en la televisión, pero que no puede hacernos perder de vista lo que realmente es importante. No pasa nada por comprarte un coche, una casa, querer una vida más o menos tranquila y hacer un gasto razonable para un razonable tiempo de ocio. El problema es cuando te conviertes en esclavo de toda esa marea que os decía, y ya no es ocio, si no adicciones, angustias, agobios y un largo etcétera. Claro que esto que digo es bonito y al mismo tiempo complicado, pero quizá, como me decía mi padre cuando era algo más joven (no mucho), las cosas que merecen la pena son las que cuestan.
Quizá por eso, no deja de resultar curioso que la enfermedad del siglo veintiuno en el mundo occidental no sea otra que la depresión, lo cual puede significar que se nos está yendo un poco de las manos este tinglado que tenemos montado menos de la décima parte de la población de la pelota azul ésta en la que bogamos como un leño en la corriente de un río (mal que nos pese, eso es lo que hacemos, aunque nos creamos dueños y señores de la creación).
Ya concluyo, y lo que digo son dos cosas. En primer lugar, que me parece bien que los niños salgan, pero Jálogüin es una mierda de fiesta importada de un país que más le valdría dejar de mirarse el ombligo, y de este burro no me pienso bajar; aunque dentro de un tiempo, si tengo hijos, quieran salir disfrazados de vampiros a por golosinas. Yo seguiré diciendo lo mismo.
Y en segundo lugar, que el hecho de que queramos festejar cosas, no implica que tengamos que rehuir de nuestra cultura (que es infinitamente más rica que la de muchos de esos países que ahora nos dan en el morro con la Economía y que salen antes que nosotros de la crisis), pero mucho menos implica que no podamos gastar cosa de una hora al año (no tiene por qué ser en esta fecha, pero tampoco es mala excusa) en llevar unas flores, en tener un recuerdo, en rendir los honores que se merecen, a las personas que antes que nosotros lo intentaron en este mundo con mejor o peor acierto. No en vano, estamos donde estamos porque parte del camino lo anduvieron ellos.
Alberto Martínez Urueña 27-10-2009