Podría seguir utilizando este tono conciliador y modesto, pero no creo que nos llevase a nada ni a vosotros ni a mí (no podría recortar más la introducción, por otro lado). Hay un tema en el que quizá sí que puedo tener una cierta experiencia, y que no tengo ningún pudor en reconocer, que tiene una doble implicación que ahora desgrano: en primer lugar, un afán desmedido desde hace muchos años por tratar de controlar lo que me rodea, desde las cosas más sencillas a las complejas o irresolubles; en segundo lugar, y derivado de este primero, la obsesión racionalista, la pretensión de pensar los más nimios detalles y tratar de adentrarme por medio de la mente, como si el poder de ésta fuese absoluto, en tales intrincados laberintos.
Bastante absurda pretensión es ésta, es lo que al final he sacado, y lo que me ha demostrado errores de partida en multitud de asuntos en que me he sumido a lo largo de este camino. Claro, habrá quien diga que eso mismo es lo que estoy haciendo ahora, y que lo que voy a poner a continuación no es si no fruto de este proceso racional del que hablo. No pretendo estigmatizar la mente tampoco, pues permite aprobar las matemáticas del colegio, por ejemplo.
Algo que creo poder decir en mi favor: la inquietud que siempre he tenido por observar a las personas. No en un afán obsesivo ni voyerista; hay quien se entretiene mirando las estrellas, otros sienten curiosidad por la música clásica. Yo me he interesado siempre por las personas en sus procesos vitales; no ya sólo mentales, sino sentimentales e impulsivos. Algo tendrá que ver con el intento de controlar de que hablaba antes, pero no sólo eso ha sido el motor de mi inquietud, sino también la propia curiosidad. Eso me ha llevado a concluir cuáles pueden ser las dos motivaciones más importantes de las personas: el deseo, como intento de alcanzar aquello que nos parece más atrayente, y el miedo, como privación de lo anterior.
Es indudable para este simple escritor que las personas humanas nos pasamos la vida por un lado intentando atesorar aquello que conseguimos (otro debate puede ser lo efectivo del ser humano como determinante de los sucesos que le rodean); y por otro lado, tratamos de evitar en lo posible e incluso intentar solucionar los problemas vitales que se nos plantean. Ahora, creo que la pregunta importante es la que pocas veces nos hacemos, y realmente es la medida en que realizar estos dos objetivos es posible. Qué duda cabe que la sociedad postmoderna en la que vivimos, una sociedad cuyo rasgo, entre otros, es el de la consecución del éxito, nos dice que esto es posible. Curiosamente, y esto no sale en los anuncios de la televisión, otro de los rasgos definitorios de nuestra cultura es la frustración; algo que debería hacernos recapacitar, sin duda.
Creo sinceramente que esa pretensión humana de la que hablo en el párrafo anterior no es tanto fruto de la realidad, como de la desmedida soberbia y prepotencia en que se haya instaurada la cultura occidental. Personalmente entiendo, o más bien me esfuerzo en entender, la vida como un flujo constante e indeterminado de cosas buenas y malas, sin recetas mágicas que hagan desaparecer los tonos más oscuros de la multicolorida realidad en que respiramos; y que del mismo modo que siempre se ha dicho que las cosas buenas vienen y van, así ocurre con las negativas. Curiosamente, todo esfuerzo por solucionarlas, en lo que deviene es en perpetuarlas al darlas una importancia no menor o mayor de la que tienen, sino esencialmente errónea.
Un ejemplo palmario de lo que hablo es la muerte, tabú de los tabúes en la sociedad del cuerpo danone. Cada vez con más recurrencia las personas intentan darle respuesta a algo que no la tiene, en lugar de verla como es. La cuestión es que quizá haya más cosas que son igualmente inevitables, pero nos creamos el ficticio esquema lógico y material de que esto no es así, movidos en última instancia por eso que nadie se reconoce a sí mismo (yo incluido por supuesto): no nos gusta el miedo, cosa normal; pero no tanto que nos negamos a aceptar que lo tenemos, subidos en nuestro pedestal de prepotencia y ego desmedido.
Pienso que nacemos a una vida en la que la pretensión de control no es sino una construcción mental que nos aísla de una verdad superior: el ser humano se pasa la vida sin controlar realmente nada, sin ver la inmensidad de ejemplos que le rodean cada minuto del día y engañándose con falacias. Nacemos para morir, dirían algunos, pero la muerte es una etapa más, y aunque parezca una obviedad (hay quien dice que me paso la vida diciendo obviedades) nacemos para vivir, para disfrutar de lo bueno que tenga cada momento y para soportar lo malo que inevitablemente tiene asociado, pero no para intentar controlarlo (inevitable consecuencia de nuestra condición humana), sólo para aceptarlo, pues de otra manera caeremos en un error y una pretensión sin mucho fundamento.
Nacemos para vivir, no para tratar de aferrar las cosas buenas, sino para aprovecharlas el tiempo que duren; no para tratar de solucionar las desgracias que nos caigan, sino para soportarlas con la dignidad que podamos; no para gastar el tiempo pensando mientras la vida se escapa, si no para vivirla el tiempo que se nos brinde.
Da miedo no poder controlar las cosas, pero eso no exime de que sea cierto. Creo en esto sinceramente, y en que es la única forma cierta que conozco para aprovechar el presente sin preocuparme de cuándo se acabará lo que estoy viviendo. Y, aunque haya quien no me creerá, cuando se acepta esto, el miedo desaparece, porque se acepta que antes o después todo es polvo.
Alberto Martínez Urueña 18-03-2008