martes, 18 de marzo de 2008

Miedo y control

Supongo que muchos de los que reciben estos correos se habrán preguntado en multitud de ocasiones con qué autoridad puedo hablar de determinados temas, o cuál es la experiencia que puedo atesorar para poder ni tan siquiera opinar sobre los textos que os dedico. Puede ocurrir que de lo que ahora hablo me retracte cuando llegue el momento, o no; sin embargo, esto no me impedirá expresarse.

Podría seguir utilizando este tono conciliador y modesto, pero no creo que nos llevase a nada ni a vosotros ni a mí (no podría recortar más la introducción, por otro lado). Hay un tema en el que quizá sí que puedo tener una cierta experiencia, y que no tengo ningún pudor en reconocer, que tiene una doble implicación que ahora desgrano: en primer lugar, un afán desmedido desde hace muchos años por tratar de controlar lo que me rodea, desde las cosas más sencillas a las complejas o irresolubles; en segundo lugar, y derivado de este primero, la obsesión racionalista, la pretensión de pensar los más nimios detalles y tratar de adentrarme por medio de la mente, como si el poder de ésta fuese absoluto, en tales intrincados laberintos.

Bastante absurda pretensión es ésta, es lo que al final he sacado, y lo que me ha demostrado errores de partida en multitud de asuntos en que me he sumido a lo largo de este camino. Claro, habrá quien diga que eso mismo es lo que estoy haciendo ahora, y que lo que voy a poner a continuación no es si no fruto de este proceso racional del que hablo. No pretendo estigmatizar la mente tampoco, pues permite aprobar las matemáticas del colegio, por ejemplo.

Algo que creo poder decir en mi favor: la inquietud que siempre he tenido por observar a las personas. No en un afán obsesivo ni voyerista; hay quien se entretiene mirando las estrellas, otros sienten curiosidad por la música clásica. Yo me he interesado siempre por las personas en sus procesos vitales; no ya sólo mentales, sino sentimentales e impulsivos. Algo tendrá que ver con el intento de controlar de que hablaba antes, pero no sólo eso ha sido el motor de mi inquietud, sino también la propia curiosidad. Eso me ha llevado a concluir cuáles pueden ser las dos motivaciones más importantes de las personas: el deseo, como intento de alcanzar aquello que nos parece más atrayente, y el miedo, como privación de lo anterior.

Es indudable para este simple escritor que las personas humanas nos pasamos la vida por un lado intentando atesorar aquello que conseguimos (otro debate puede ser lo efectivo del ser humano como determinante de los sucesos que le rodean); y por otro lado, tratamos de evitar en lo posible e incluso intentar solucionar los problemas vitales que se nos plantean. Ahora, creo que la pregunta importante es la que pocas veces nos hacemos, y realmente es la medida en que realizar estos dos objetivos es posible. Qué duda cabe que la sociedad postmoderna en la que vivimos, una sociedad cuyo rasgo, entre otros, es el de la consecución del éxito, nos dice que esto es posible. Curiosamente, y esto no sale en los anuncios de la televisión, otro de los rasgos definitorios de nuestra cultura es la frustración; algo que debería hacernos recapacitar, sin duda.

Creo sinceramente que esa pretensión humana de la que hablo en el párrafo anterior no es tanto fruto de la realidad, como de la desmedida soberbia y prepotencia en que se haya instaurada la cultura occidental. Personalmente entiendo, o más bien me esfuerzo en entender, la vida como un flujo constante e indeterminado de cosas buenas y malas, sin recetas mágicas que hagan desaparecer los tonos más oscuros de la multicolorida realidad en que respiramos; y que del mismo modo que siempre se ha dicho que las cosas buenas vienen y van, así ocurre con las negativas. Curiosamente, todo esfuerzo por solucionarlas, en lo que deviene es en perpetuarlas al darlas una importancia no menor o mayor de la que tienen, sino esencialmente errónea.

Un ejemplo palmario de lo que hablo es la muerte, tabú de los tabúes en la sociedad del cuerpo danone. Cada vez con más recurrencia las personas intentan darle respuesta a algo que no la tiene, en lugar de verla como es. La cuestión es que quizá haya más cosas que son igualmente inevitables, pero nos creamos el ficticio esquema lógico y material de que esto no es así, movidos en última instancia por eso que nadie se reconoce a sí mismo (yo incluido por supuesto): no nos gusta el miedo, cosa normal; pero no tanto que nos negamos a aceptar que lo tenemos, subidos en nuestro pedestal de prepotencia y ego desmedido.

Pienso que nacemos a una vida en la que la pretensión de control no es sino una construcción mental que nos aísla de una verdad superior: el ser humano se pasa la vida sin controlar realmente nada, sin ver la inmensidad de ejemplos que le rodean cada minuto del día y engañándose con falacias. Nacemos para morir, dirían algunos, pero la muerte es una etapa más, y aunque parezca una obviedad (hay quien dice que me paso la vida diciendo obviedades) nacemos para vivir, para disfrutar de lo bueno que tenga cada momento y para soportar lo malo que inevitablemente tiene asociado, pero no para intentar controlarlo (inevitable consecuencia de nuestra condición humana), sólo para aceptarlo, pues de otra manera caeremos en un error y una pretensión sin mucho fundamento.

Nacemos para vivir, no para tratar de aferrar las cosas buenas, sino para aprovecharlas el tiempo que duren; no para tratar de solucionar las desgracias que nos caigan, sino para soportarlas con la dignidad que podamos; no para gastar el tiempo pensando mientras la vida se escapa, si no para vivirla el tiempo que se nos brinde.

Da miedo no poder controlar las cosas, pero eso no exime de que sea cierto. Creo en esto sinceramente, y en que es la única forma cierta que conozco para aprovechar el presente sin preocuparme de cuándo se acabará lo que estoy viviendo. Y, aunque haya quien no me creerá, cuando se acepta esto, el miedo desaparece, porque se acepta que antes o después todo es polvo.

Alberto Martínez Urueña 18-03-2008

miércoles, 5 de marzo de 2008

Fidelidad

Se acabó el silencio. Ya sé que llevaba mucho tiempo sin escribir, pero esta espera ha sido intencionada, y bien intencionada. Las últimas revueltas sociales en plan guerrilla entre unos y otros me han mantenido en la trinchera, sin querer participar en lo que considero más un circo que una auténtica demostración de decisión popular, que a fin de cuentas es lo que tenemos en el horizonte. Lo complicado de todo esto será escribir un texto que no caiga en las ideas abstractas de los socialistas utópicos, ni en rigideces propias de los fundamentalismos. Quien me conoce personalmente sabe perfectamente que quizá soy de ideas fijas y hasta cierto punto poco dado al cambio de ellas, pero admito las ajenas como parte del derecho a decidir el camino propio sin más interferencias del respecto a dicha libertad propia.

Tampoco pretendo caer en la realización de un mitin electoral en esta página; eso se les da mejor a los políticos, y tampoco quiero quitarles el papel, del mismo modo que no dejo que ellos me puedan arrancar el mío, que es aportar mi opinión lo más clara y personal que pueda; y eso es lo único que pretendo.

Ahora que llegan ya la elecciones, les hago una propuesta tan clara como sencilla: que todo el mundo vote, que no se busquen excusas para no hacerlo, que no sea por descontento o por desengaño, que no sea porque uno me parece un mentiroso y el otro un ladrón de barrios bajos, que no sea porque simplemente no me apetece andar hasta el colegio electoral que me toca. El derecho de sufragio universal es probablemente ese derecho por el que más sangre se ha derramado en la historia, sangre de gente que estaba más o menos convencida de lo que pretendía al ofrecerla, el derecho por el que los librepensadores fueron a la cárcel (y siguen yendo a lo largo y ancho del mundo, que el que llamamos Occidente es bastante más pequeño de lo que creemos) cuando no les mataban y matan, ese derecho por el que lucharon y soñaron tanto hombres como mujeres, jóvenes y viejos. Habrá quien diga que con Franco se vivía mejor, que los sistemas políticos son todos iguales, que los partidos políticos son un invento marionetístico con unas manos que mueven los hilos… Lo que queráis, incluso admito que quizá tengan razón, no lo sé; pero a fin de cuentas el único sistema político con el que puedes dar tu opinión es éste, y cuando hubo tanta gente que se partió la cabeza por conseguirlo sería porque el que había no merecía la pena. Y ahora no veo más que a cuatro radicales que querrían volver a lo anterior (sin darse cuenta de que estarían prohibidos en la mayoría de los casos), mientras que el resto vive, yo incluido, medianamente mejor que hace cincuenta años.

Por todo esto les digo que vayan a votar. Y dense cuenta de una cosa, que mucha gente se derretirá de coraje cuando oye hablar a Rajoy y a Zapatero porque no les gusta ni uno ni otro. La cuestión es que están en su legítimo derecho de llamar a uno fascista y al otro payaso (otra de las consecuencias de la democracia, antes no se podía), y mandarles a la mierda y votar cualquier otra opción por estúpida que parezca, A fin de cuentas, esa es la esencia de un sistema político representativo y parlamentario, distinto del presidencialista anglosajón, que es el que tienen en esa mierda de país de ultramar (y no hablo ni de América Latina, ni de Canadá) y que pretenden instaurar en nuestro país. Algo así como lo que ocurre en el fútbol, cuando te preguntan que de qué equipo eres, y lleva implícita la obligación de responder que o Barcelona o Madrid. Pues si no les da la gana tener que elegir entre estos dos y no lo hacen, no lo hagan tampoco con PP o PSOE, que no están obligados. Como con lo otro, que pueden decir el equipo de su ciudad y punto, como hacen muchos que yo conozco y no ocurre nada.

Ah, y lo del voto útil es una auténtica gilipollez que se sacaron de la manga para polarizar a un más a un electorado que si se relaja (como a veces pasa, que a fin de cuentas, siempre se ha dicho que masa ni piensa ni quiere hacerlo), se deja engañar.

Y así, parece que tenemos sólo dos elecciones, cuando no es cierto: tenemos la elección de votar en blanco, de que sea voto nulo (metan dos papeletas en el sobre, y verán que rápido se lo anulan), de votar a cualquier otro partido de los que se presentan… Cualquier cosa antes que votar a un partido que no les gusta, y cualquier cosa antes que despreciar la sangre de nuestros antepasados. Y en España no está tan lejos, que todavía sigue machando de refilón algunas conciencias cuando se habla de memoria histórica, iglesia católica y otros recuerdos infaustos de nuestra Historia.

Por todo esto les digo que participen, aunque sea para no hacerlo, pero que vayan a las urnas. Si quieren votar a Izquierda Unida, como si quieren votar a la falange. No en vano, hay que darse cuenta de una cosa: una participación alta se considera un setenta y cinco por ciento de posibles votantes, pero eso significa que una cuarta parte de la población con derecho a voto (no sé cuantos serán, pero sí que serán varios millones) no les importa mucho todo lo que he expuesto en este texto. Pero bueno, una de las consecuencias de la democracia es que se puede opinar sobre lo que quieran, que yo esté equivocado y la razón sea bien distinta.

No quiero decir nada más. En la época que estamos se me podría acusar de partidista, de sectario y otras cosas. Mis opciones son mis opciones, y no las comparto, no las sabe nadie por mucho que haya quien se jacte de ello, y eso lo puedo asegurar. Y además, no escribo sobre otros temas que guardo, como el miedo, o el sistema económico, o vete a saber qué, porque tampoco quiero ser acusado de nada. Sólo les diré: sean fieles a sí mismos, y con eso tendrán ganada al menos su conciencia. ¿Y para qué más?

Alberto Martínez Urueña 5-03-2008