martes, 14 de agosto de 2007

El anciano


            El anciano se sentó en la silla de la terraza de su casa, entre las macetas de flores y las jardineras de cactus que plantase ya hacía muchos años. Aquel era el lugar que más le gustaba de todos los que había conocido en su vida, ese pequeño rincón en donde se sentaba en la silla de mimbre cerrado que siempre había tenido. A pesar de las capas de pintura que le había tenido que dar, seguía siendo la más cómoda de la casa. Había vivido muchos años, unos les había pasado solo, otros con su esposa, y después, una vez más, en la soledad de quien vive más tiempo que el resto. Había sido su vida, nada más, sólo un camino, a sabiendas de que podía haber elegido otros muchos más, pero aquel había sido el suyo.
            Respiró tranquilamente mientras observaba la ciudad que se extendía a sus pies. Él había sido parte de ella, tiempo atrás, cuando se dejó seducir por el encanto de sus luces de neón que ocultaban y falseaban la noche que se escondía tras los escaparates, las barras de bar y las tiendas que comerciaban con la felicidad, estableciendo su precio y el día en que caducaría. Vivió junto a ellos, con ellos, rodeado de ellos, cayendo en las trampas más absurdas de pensar que la satisfacción personal se encontraba en todos aquellos objetos que fue acumulando a lo largo de su existencia: un coche que cada vez tenía que ser más potente, un teléfono móvil cada vez más pequeño y con multitud de funciones, una casa lo más grande posible, la televisión y el sistema de video más completos… Cada cosa que compraba creía que era un paso más hacia una cima que desconocía pero que esperaba alcanzar antes o después, un lugar en el que la satisfacción fuese completa, pero que además fuese continua: ese lugar del que le hablaban los anuncios que veía en las cunetas de las carreteras.
            Sin embargo, nunca alcanzaba ese lugar. Llegó a tener la casa tan repleta de trastos que no podía elegir cuál disfrutaría a cada momento, qué era lo que le daría la felicidad más grande, lo que le dejaría henchido y sin necesidad de coger su vecino. Poco a poco, se fue sumiendo en el miedo irracional, en el sinsentido de la posibilidad de perderlo todo y su afán por consumir fue cada vez más alocado, ya no era la sensación de atesorar la que le dominaba, si no el consumo rápido y fácil, el devorar como un animal, el engullir sin saborear por el simple hecho de tragar una a una todas las cosas que se le ofrecían. Los placeres más mundanos fueron su objetivo, los más fáciles y los más depravados, sin importarle el precio que tuviese que pagar, sin preocuparse del camino al que aquello le llevaría.
            Durante aquel tiempo de auténtica locura su mujer le abandonó, y él no se enteró hasta pasadas varias semanas. Un día comprendió que la casa estaba mucho más vacía de lo que nunca había pensado, sumida en un silencio que aterraba mucho más que la posibilidad de perderlo todo. Y vio, sin ningún tipo de duda que ya lo había perdido todo, desde el primer momento en que pensó atesorarlo, y se dio cuenta de una verdad que a él le pareció inmutable: “nunca había poseído realmente nada, sólo habían sido cosas o personas que habían pasado por su vida”. Más lo vio perfectamente con respecto a su esposa, casados hasta que la muerte les separase, y seguramente eso era lo que había pasado, tanto tiempo como llevaba muerto él.
            Quizá en aquel instante se gestó algo en su vida, o quizá ya había sido antes. Se reía de las películas en las que en un momento dado algo pasaba que le cambiaba la cara al protagonista. Al menos, su vida no había sido así. Poco a poco fue tomando conciencia, poco a poco fue cambiando de camino, se despegó paulatinamente de aquel sendero, hasta que un día, sin darse cuenta, su casa apareció vacía ante sus ojos. Lo vendió todo, incluso la casa y se marchó a otra más pequeña, con lo que consideró imprescindible para vivir. Recordaba aquello con una sonrisa, porque con el paso del tiempo siguió vendiendo cosas que dejaron de resultarle útiles.
            Hacía tan solo un año que había recibido una llamada. Un hombre le informó de que su mujer estaba muriendo en un hospital cercano y que había preguntado por él. Se levantó de la silla de mimbre y fue hasta la habitación donde el paso de los años se estaba llevando a la que había sido su pareja durante quince. Cuando la vio, ella se le quedó mirando durante unos segundos, y una lágrima ardiente se deslizó por el rostro surcado de arrugas en que se había convertido su rostro. Con el aliento roto, le dijo cinco palabras, que pudo articular en un suspiro: “Por fin encontraste tu camino”. Él se vio reflejado en las pupilas de ella como nunca lo hizo en aquellos años pasados de matrimonio, vio la candidez de sus ojos reflejados en los de ella, vio su rostro sereno y sonrió, afirmando. “Estás realmente preciosa”, le dijo, y era sincero. Nunca se había percatado de la belleza que reflejaba aquella persona hasta aquel momento y ella cerró los ojos con una sonrisa.
            Ahora se sienta entre las flores y los cactus en su sencilla silla de mimbre, y ve pasar la ciudad, sigue aprendiendo de ella continuamente, y nos cuenta a los pocos que hemos tenido la oportunidad de hablar con él su historia, para que nos demos cuenta de cómo es lo que él ha aprendido. Me dijo que jamás poseería nada, que sólo habría cosas que pasarían por mi vida, que antes o después, me iría como vine al mundo, sin nada. Que por mucho que pretendiese tener, nada me podría llenar el corazón si no aceptaba esto, y sé que él día que lo comprenda, podré sentarme en mi silla de mimbre y observar, y por supuesto vivir, la realidad como él lo hacía. De forma tranquila.

Alberto Martínez Urueña 14-08-2007