Hace unos días hemos tenido la correspondiente reunión de jefes de Estado o de Gobierno, según el caso, con respecto a lo del cambio climático. Hoy no vengo aquí a tratar de convencer a nadie del tema: según van avanzando los años, ya no es que los negacionistas científicos hayan ido desapareciendo, es que las propias empresas de extracción, distribución y explotación de combustibles fósiles han confirmado, por la vía de los hechos, que sus productos son venenosos. Ya ha quedado constatado que, igual que hicieron las tabacaleras décadas antes, las empresas de hidrocarburos se gastaron ingentes cantidades de dinero en promocionar informes falsos y retrasar la financiación de estudios serios que les perjudicaban.
En esta ocasión, hemos tenido, como siempre, una ración de discursos en los que, quienes los hayan redactado, han demostrado que saben construir oraciones complejas con sujeto y predicado, e incluso con frases subordinadas. Creo que es lo único que vamos a sacar en claro del tema. Porque, no nos engañemos: el sistema capitalista no funciona en base a empatía, solidaridad, colaboración o cualquier otra consideración que nos pudiera llevar a solucionar el futuro de nuestros hijos. O el de los hijos de otros países. Pensar en algo diferente sólo es un ejercicio de onanismo mental que únicamente lleva a obtener una catarsis momentánea que relaje el cargo de conciencia que nos entra a todos cada vez que arrancamos el coche. Ya sé que hay personas que no tienen ese cargo de conciencia, pero eso significa que, asumido el perjuicio del cambio climático, se la suda el futuro de las generaciones venideras.
Más allá de la ignorancia de las personas incapaces de ver el largo plazo, ahora mismo el debate está en cómo de radicales han de ser las medidas que se adopten para evitar que dentro de cincuenta años Barcelona, Cádiz, Benidorm, Singapur, etcétera se puedan visitar en actividades de buceo. Medidas para evitar que la mitad de España sea como el desierto de Almería. O para evitar tormentas que se lleven por delante barriadas enteras. O, si nos cuesta mirar a tan largo plazo, para evitar que nos toque ser uno de los 50.000 muertos anuales que la contaminación deja en España.
Hay un discurso, en mi opinión equivocado, según el cual las medidas adoptadas no pueden suponer un deterioro de la economía dado que esto produce también un perjuicio social evidente que, empíricamente se constata, afecta sobre todo a las clases sociales más débiles. Ahora, con el precio de la luz, es palmario: si no tienes dinero para poner la calefacción vas a estar más jodido que si puedes tener el salón de casa a veinticuatro grados. Pero esto adolece de una falta de perspectiva a largo plazo: si no solucionamos el tema medioambiental, el deterioro económico se va a producir de manera inexorable. Y va a ser mucho más bestia, hecho advertido desde hace años pro medios heterodoxos, pero admitido ya por los medios generalistas. A pesar de ello, se insiste en ese concepto de no putear a la economía… Esto vuelve a denotar, nuevamente, una falta de empatía con las generaciones venideras igual de constatable que lo de la calefacción que explicaba un poco más atrás. Es decir, no ver a largo plazo. Y todo esto viene determinado por una verdad aún más profunda: ese deterioro material que sufrirían las clases sociales más desfavorecidas no es condición indispensable; basta con hacer una cosa muy sencilla: crear una sociedad más justa en línea con lo que, por ejemplo, las grandes fortunas americanas han reclamado en los últimos años – esos socialcomunistas peligrosos –, y que pasa porque les recauden más impuestos a ellos.
Todo tiene que ver con la economía, eso es indudable. La economía, como ya he dicho en multitud de ocasiones, es la suma de decisiones de consumo individuales por parte de los participantes en los mercados. Nos liberamos del yugo de las monarquías absolutas, de los totalitarios nacionales, pero todavía nos tenemos que liberar de un yugo mucho más sibilino. Pretender que, en esta economía de mercado, el individuo – nosotros, yo incluido – tomamos decisiones libres es un mantra estúpido que sólo se creen los muy convencidos de su ignorancia. A los hechos me remito: las empresas que más dinero gastan en publicidad son las empresas con mayores beneficios. Y, para el que no lo sepa, la publicidad no es información aséptica, sino un esfuerzo dirigido a que consumamos, independientemente de la naturaleza del producto. En realidad, los estudios de mercadotecnia están orientados a cómo forzar la voluntad del consumidor a favor de un determinado producto.
El cambio climático es fruto de nuestras decisiones de consumo. Tanto de las decisiones individuales como de la noción general de consumo; es decir, cuánto consumir independientemente de qué consumamos. Hoy en día, este sistema ha conseguido que el límite de nuestro consumo no venga determinado por nuestras necesidades, sino por la nómina que nos llega cada mes. Más es mejor, mantra inexorable. Sin embargo, con el cambio climático hemos topado con un inconveniente: consumir más nos lleva a un escenario sobre el cada vez hay menos incertidumbres.
Alberto Martínez Urueña 4-11-2021