Hay una
cuestión que me queda bastante clara de la gestión de la pandemia: la libertad
ciudadana en Occidente es mucho más amplia de lo que pensábamos. A pesar de las
medidas que se recomiendan o que se toman, los ciudadanos seguimos contagiándonos
y esto sólo se explica porque hay demasiados incapaces de renunciar a dos o
tres cosas básicas de nuestro modo de vida. Por ejemplo, no reunirte en lugares
cerrados con otras personas. Habiendo otras opciones, ojo. Se nos ha olvidado
lo que es pasear por la naturaleza, o por la calle, o sentarte en unas sillas
al mediodía en un parque, a una distancia prudencial. Y quedarnos en casa si
acaso el frío no lo permite, no pretender buscar la excusa necesaria para
meternos en centros comerciales, en bares cerrados, apelotonados unos sobre
otros y, en según qué casos, sin mascarillas. No podemos renunciar a las
celebraciones, a los viajes de ocio, a la supuesta desconexión… No nos hemos
enterado de la gravedad de la situación que tenemos, pero yo os voy a hacer el
favor de contárosla, así, en frío, como en el que ya se nos viene, y con cruda
prepotencia, porque estoy algo cabreado y con ganas de tocar la vaina.
Lo que nos
pasa es algo tan sencillo como que vivimos la guerra que pensábamos que no nos
llegaría. Seamos sinceros: por mucho que oigamos ladrar a nuestros queridos
políticos, no veo a demasiada gente deseando coger el fusil y ponerse a matar a
sus vecinos. Unos a los rojos y otros a los azules, rescatando las viejas
rencillas. No lo veo aquí, ni lo veo en otros muchos países de nuestro entorno,
así que bajemos un poco los humos, porque donde Santi pretende ir de macho, en
realidad, está intentando interpretar a esos señores –o señoras, que también
las hay– secos, recios y con barba de la de verdad, capaces de quedársete mirando
durante unos segundos antes de sacar la faca y hundírtela en las tripas sin torcer
el gesto. Aquí se te quedan mirando para intentar ocultar su propio acojone,
igual que los abusones del colegio, muertos de miedo por ser el marginado, el
tonto o el aislado.
No nos
hagamos trampas, que aquí lo que tenemos son los siguientes datos: en cifras
redondas, casi un millón de heridos y unos cincuenta mil muertos en siete
meses. Si lo extrapolamos a tres años, nos queda la bonita cifra de trescientos
mil muertos y seis millones de convalecientes con mayor o menor gravedad en las
secuelas. ¿A qué os suena esto? La guerra civil tuvo una sobremortalidad de
quinientos mil españoles, entre cifras oficiales de las batallas, enfermedades
asociadas y desaparecidos. No andamos muy lejos, ¿verdad? Quizá lo que ocurre
es que, si no tienes bocinas sonando día sí, día también, que te obligan a
salir corriendo al refugio antiaéreo, no adquieres conciencia de lo que está
rondando no demasiado lejos. Muy cerca, de hecho. Más cerca que un avión,
aunque parece que también flota en el aire. Si no oyes las bombas o ves los
muertos tirados por las aceras, te crees que eso de las UCIS es un lugar muy
lejano, como cuando nos hablan de las crisis humanitarias que hay al otro lado
del Mediterráneo. Y, exactamente igual que con ésas, tú puedes seguir saliendo
a la calle como si nada porque, al contrario de lo que ocurría en Sarajevo, no
hay francotiradores en los tejados, esperando para reventarte el cráneo. O
mejor, para darte en una pierna y dejarte ahí tirado en lo que llegan los
servicios de rescate, y matarles también a ellos. ¿A qué me recuerda eso? Ah,
sí, gente infectándose en la calle, muchos de ellos sin saberlo, para infectar
a otros, incluidos a los soldados amigos que, en este caso, son los sanitarios.
¿Y qué me
decís de los sanitarios, ya que sale el tema? Es curioso el paralelismo. Todavía
recuerdo –y yo era pequeño– los esfuerzos de la diplomacia europea durante la
guerra de los Balcanes pidiendo por favor a cabrones como Milosevic que dejaran
de exterminar minorías étnicas. Los otros lo negaban y, así, entre unos líderes
políticos y otros líderes políticos, usaban la húmeda y llenaban telediarios.
Pero luego estaban los soldados… Estaban los desprotegidos, las mujeres
violadas y prostituidas, los niños y los abuelos masacrados, los hospitales
bombardeados… Cifras en mitad de una guerra. Ahora tenemos a enfermeros,
médicos, auxiliares de laboratorio, limpiadores, celadores, personal de
ambulancias… Todos ellos, desprotegidos al principio de la pandemia por la
falta de previsión durante años de sus gestores. Como mandar a un grupo de
antidisturbios a desmantelar una célula terrorista armados con proyectiles de
fogueo y chalecos antibalas caducados. Y, después de meses de lucha, de
expertos en lucha antiterrorista diciendo que hay que llevar armas de verdad y
chalecos que paren algo más que los soplidos, seguir como al principio, a pecho
descubierto, cogiendo las sobras de los compañeros caídos. Tenemos médicos y
enfermeros sufriendo las secuelas de haberse infectado, personal sufriendo el
mismo estrés postraumático que sufren los soldados que entran en combate y
tenemos, por supuesto, muertos.
Cuanto más lo
miro, más me doy cuenta de la cantidad de soplapollas que tenemos a nuestro
alrededor, sonriendo a la muerte como si fuera un legionario y ella su novia. Pero
no entienden que ella lo único que quiere es llevárselos a él y a su familia,
empezando por sus padres, y dejando al resto marcado de cicatrices físicas y psiquiátricas.
Tenemos a la vida –y a la muerte, que al final es lo mismo– lanzándonos un suma-y-sigue
de pistas de lo que ocurre y lo debemos hacer y hay gente, demasiada gente, que
no lo pilla. Hasta que se encuentran cara a cara con la calavera, y descubren
que a ella se la sopla su sonrisa y su fiesta, y que su sonrisa en realidad no
tiene ni un ápice de alegría.
Alberto Martínez Urueña
20-10-2020