Creo que lo he mencionado en multitud de ocasiones: me gusta la tecnología. Desde siempre. Los ordenadores me atrajeron desde niño, los videojuegos, las posibilidades de la informática. Gracias a ella, he podido componer música, he llegado a películas que de otro modo no habría visto o he logrado escribir todos estos textos que os mando desde hace años. La tecnología es un mundo apasionante lleno de posibilidades creativas al alcance de la mano de cualquiera, ya no necesitas pasarte años y años de estudios complicados para poder pasar de no crear nada a ser un maestro. Ha democratizado el conocimiento de una manera que nadie habría imaginado hace cien años y nos ha permitido estar en contacto directo con personas sin tener en cuenta la variable de la distancia.
Pero también
soy una persona consciente de los peligros que entraña. He sentido en mis
propias carnes las dentelladas de la adicción que puede llegar provocar la necesidad
de esa distracción fácil, inmediata, individual y cómoda hasta el punto de
intentar engañar para conseguir una dosis más elevada. He comprobado con
estupor cómo había pasado el tiempo sin percatarme de ello, pensando que habían
pasado sólo unos pocos minutos, aunque hubiera transcurrido en realidad más de
media hora. Pero hay peligros más soterrados, y una noticia leída en uno de los
portales sobre tecnología y cine me ha hecho reflexionar profundamente al
respecto.
Uno de los
servicios más populares de televisión a la carta por internet, va a posibilitar
la opción a sus usuarios de ver los contenidos – películas y series – a mayor
velocidad. A 1,5x que se llama. Es decir, un 50% más rápido de la velocidad
real a la que fue grabada y concebida por sus creadores. ¿Para qué? Para
posibilitar un consumo superior en una cantidad de tiempo determinada. Una
película de ciento veinte minutos en ochenta. Tres capítulos de una serie en el
tiempo que antes veías dos. La productividad y la eficiencia empresarial
llevada al consumo y al ocio, y de ahí, si me permitís, a la defenestración del
verdadero sentido del arte. No por consumir más arte vas a ser más culto. Pero
claro, hace tiempo que las leyes de mercado y la eficiencia optima en la
función de utilidad del individuo, es decir, la maximización de su satisfacción
medida como un algoritmo matemático, se impuso sobre el verdadero sentido del
arte como alimento del alma. Quizá el error esté en considerar arte a cualquier
película o serie, pero esa herramienta de aceleración visual creo que tampoco
discrimina entre basura televisiva y arte con mayúsculas.
Según leía la
noticia me venían a la memoria multitud de ejemplos en los que esa
conceptualización del consumo artístico me habría privado del verdadero
disfrute de los grandes hitos de mi juventud. No paro de pensar en qué habría
sucedido si únicamente hubiera escuchado una vez el disco The Works, de Queen,
y hubiera llegado a la conclusión de que era un grupo de una única canción,
Radio Ga Ga. O lo mismo con la canción de Streets of Philadelphia, de Bruce
Springsteen. De hecho, de no haber escuchado cinco o seis veces el disco de
Love over gold, con su sensacional canción, Tunnel of Love de más de catorce
deliciosos momentos. Una canción que marcaría mi adolescencia y que es
imposible aprender a disfrutar si no es tras largas audiciones en las que
analizar e ir aprendiendo los detalles, las transiciones y la carga de
profundidad de las letras. Si la hubiera escuchado a 1,5x, por escuchar en esa
misma sesión otros temas, habría sido como si me hubiera arrancado la parte
emocional del cuerpo. Imaginaos escuchar la novena sinfonía de Beethoven a un
ritmo que no fuese el adecuado, o la canción Let it be de The Beatles. ¿Qué
significaría El padrino vista a 1,5x velocidad? ¿Cómo sentirías esas pausas
dramáticas en las que Michael Corleone planificaba la venganza contra Sollozo?
¿Qué haríamos con la despedida de Casablanca en mitad de la bruma de la noche,
como captaríamos esos suspiros de Bergman, las inflexiones de su voz, la serena
fatalidad de Bogart ante los avatares de la vida? Es una completa locura para
cualquier persona que se precie de disfrutar del buen cine.
¿En qué
consiste el ocio? ¿Para qué sirve el arte? ¿Cuál ha de ser la verdadera
utilidad de la tecnología? ¿QUÉ NOS CONVIERTE EN SERES HUMANOS? ¿Nuestra
capacidad para funcionar en base a una estructura matemática invariable, o nuestra
insoslayable pulsión que nos lleva a ser una entidad mucho más rica y con
capacidades más amplias, más orientadas hacia las emociones, los sentimientos y
la constante y huidiza espiritualidad? ¿La capacidad algorítmica para acelerar
los ritmos hasta el punto anterior al desgaste o la posibilidad de pausar,
analizar y emocionarnos ante la despedida de Elsa Laszlo y Rick Blaine,
deleitándonos con sosiego ante el chorro de sentimientos que nos provocan una y
otra vez al visionar esa película? Parecen preguntas baladíes, sacadas de una
vuelta de tuerca superior a la recomendable. Sin embargo, la existencia de
máquinas capaces de hacer composiciones musicales que llegan a confundir a
expertos en la materia, hace que nos debamos replantear de qué manera queremos
relacionarnos entre nosotros como especie y con las herramientas que nos hemos
dado. El arte, las composiciones pictóricas, musicales, cinematográficas,
etcétera, todas ellas sirven para enviar mensajes de un ser humano a otro y
renunciar a ello por la cantidad lo convierte en un completo fraude Las
auténticas experiencias no se miden por la cantidad, sino por la calidad de las
mismas y la capacidad para entender y valorar el mensaje. Consumir una gran
cantidad de productos para lo único que puede servir es para producir, como en
los gansos, una deformidad en el órgano que lo recibe. A los gansos se les
deforma el hígado y les destroza el cuerpo. A los seres humanos, ese consumo
desaforado les deforma, sea lo que sea, eso que llamamos alma.
Alberto Martínez Urueña
5-08-2020
PD.: otro día podremos tratar el tema del verdadero arte, del
verdadero sentido del mismo, y lo que, según mi opinión es arte de lo que no,
pero es complejo al estar condicionado por una enorme carga de subjetividad.