Pues ya
tenemos Gobierno, por si le echabais de menos. Gobierno del de verdad, no del
que está en funciones y no se sabe qué es lo que puede hacer. Ni qué decir
tiene que cada cual tendrá su opinión al respecto, cosas buenas, malas,
vaticinios, deseos… Es una de esas cosas que no deja a nadie indiferente. En
realidad, a mí es un tema que me da un poco igual ya que he retomado mi antigua
fase en la que no acabo de verles las bondades a todos esos políticos que
campan por Moncloa, por la Carrera de San Jerónimo, por las Cortes de Castilla
y León o por donde sea. Estoy un poco anarquista, un poco inoculado por un
sabio que conocí hace tiempo que decía que “¡Todo mentira!” no por saber cuál
era la mentira, sino porque sabía que mentían siempre para, fundamentalmente,
no decirnos la verdad, sea cual sea ésta.
Y es que en
esta vida hay verdades incuestionables, como por ejemplo que la realidad que
vivimos cada uno es subjetiva. Es innegable, por supuesto, que hay hechos
concretos que son perfectamente descriptibles por las matemáticas, la física y
la química y que ante ellos no hay forma de resistirse. Sin ir más lejos, la
ley de gravedad impone que si te tiras desde un edificio de nueve plantas
acelerarás a un ritmo de nueve coma ocho metros por segundo por cada segundo
transcurrido hasta llegar al suelo, donde el ritmo de desaceleración tenderá
hacia infinito. Sin embargo, la forma en la que nos afectan los hechos es muy
distinta: no es lo mismo que se caiga un desconocido a que lo haga tu hijo de
seis años, por mucho que la muerte de un ser humano sea algo trágico.
Hoy en día,
esta circunstancia que sobre el papel es tan evidente, queda soslayada por una
sociedad neurótica en búsqueda continua de unicornios de color rosa. Una
costumbre muy divertida cuando lo hacen niñas de tres años, pero que resulta
muy peligrosa cuando la llevan a cabo personas adultas. Estoy hablando de
encontrar una realidad insoslayable dentro de las apreciaciones del ser humano
que permita hablar de una objetividad absoluta. Y todo esto, por el unicornio
de color rosa: seguridad absoluta de que las cosas nos van a ir razonablemente
bien.
Cada uno
tenemos nuestras propias apreciaciones con respecto a las circunstancias
sociales. En primer lugar, no todos tenemos las mismas querencias, ni los
mismos gustos ni la misma sensibilidad o empatía con respecto a las cosas que
nos rodean. No hay defectos en ello, aun teniendo en cuenta que entramos en
territorios donde los calificativos y las definiciones pueden causar estragos.
La misma noción de justicia social es endeble desde el primer momento en que no
somos capaces de ponernos de acuerdo en dónde está en límite entre los mínimos
que un Estado de Derecho debe garantizar y donde hay que empezar a considerar
que un ciudadano se está aprovechando del sistema. Igualmente, no somos capaces
de tener una idea unívoca sobre cuál es la responsabilidad social exigible a
una persona que ha ganado mucho dinero gracias a las inversiones en
investigación y desarrollo, infraestructuras, paz social, etcétera, que ha
realizado la sociedad en su conjunto y que le ha proporcionado un entorno
económico estable.
Entender algo
tan básico es muy sencillo si hablamos de la pareja. Y, por otro lado, es muy
sencillo entender el problema que subyace si, igualmente, hablamos de la
pareja. No habrá nadie en su sano juicio que se atreva a decirle a un amigo que
la mujer que ha escogido para emparejarse –vale lo mismo para hombre con
hombre, mujer con mujer o mujer con hombre– no es lo suficientemente guapa,
delgada o mentalmente estable. Esa prueba de amor sólo puede resistirla cuando
la dice un padre a su hijo –y todas sus variantes– y, además, el padre hace el
firme propósito de decirlo una vez y no más, y que luego no se le note
demasiado. ¿Por qué nos resulta tan complicado entenderlo en la política? Más
allá de que las motivaciones de los líderes de los partidos políticos puedan
suscitarnos ciertas dudas –a mí, como víctima ocasional del afán de poder de
otros, me las suscitan todas– no es menos cierto que esto no sería un hecho
diferencial entre todos ellos. Y que los diferentes criterios no son tanto un
propósito diabólico de oprimir a nadie, sino una querencia como que a unos les
gusten rubias, a otros morenas y a otros, de su mismo sexo. Lo único que pido a
mi alrededor es poder tener una conversación amigable como tuve ocasión hace
poco con dos muy buenos amigos que no opinamos lo mismo en materia de política.
Dicho esto,
cuestiones como lo de la nueva Fiscal General del Estado no me gustan, igual
que no me han gustado nunca estos manejos los haga quien los haga. No me gustan
las pretensiones de ERC, me gusta que Cs haya perdido su posición de partido
bisagra, me asquean las miserias dialécticas de VOX y no me gusta cuando Pablo
Iglesias utiliza retórica de guerra o habla de expropiaciones. Son cuestiones
todas ellas que me dan mucha grima, que no ayudan a construir un edificio común
y que producen que la ciudadanía acabe hasta los cojones de esa panda de
necios. Por eso, lo de votar a cualquiera de ellos, ya si eso, para otro
momento.
Alberto Martínez Urueña
14-01-2020