El tema del terrorismo es uno de esos en los que hay que andar con muchos pies
de plomo y, siempre, con absoluto cuidado. Sobre todo porque cuando escribes
sobre algo –y en la era de las redes sociales, de mensajes a vuelapluma que
arden en las pasiones, hay que incrementarlo– corres el riesgo de no matizar
convenientemente todas y cada una de tus afirmaciones. El problema es que el
análisis sosegado no vende, es mejor tener a varios bocachanclas entre los
tertulianos y columnistas para encender aún más unas llamaradas que corren
libres y salvajes en esta época de sequía humana. Yo no quiero caer en ese
fallo, y por eso únicamente plantearé dos cuestiones muy sencillas.
La primera de esas es que los problemas tienen diferentes planos desde los que
actuar, y a los fanatismos que enarbolan la mayoría de los necios que hablan
sin la necesaria espita en los morros se les olvida. No conseguiremos librarnos
de que nos maten mandándoles miles de cartas de amor para que sepan que no
tenemos nada en contra de ellos; pero tampoco conseguiremos nada enviando a
todas las tropas del mundo para realizar una limpieza étnica. Cualquiera que
proteste porque la policía abra fuego contra un sujeto enloquecido que tiene
una serie de paquetes pegados al cuerpo y que grita palabras en árabe es muy
corto de entendederas. Por otro lado, cualquiera que argumente que esto lo
solucionamos con sólo mandar maestros y diplomáticos a Oriente Próximo no
entiende que los procesos sociales y culturales necesitan de varias
generaciones para implantarse.
Sin embargo, negar una de estas dos posibles perspectivas de actuación porque
pueda arrebatar posibles venganzas es actuar con una miopía intelectual sólo
reservada a los borricos calzados con orejeras. Orejeras asumidas con alegría y
fanfarria: no podemos obviar el chorro de adrenalina que les provoca esa
catarsis emocional de gritos, miradas torcidas e insultos. Y sobre todo, olvido
de una humanidad de la que hablan o rezan en otras ocasiones más propicias. Sin
olvidar tampoco las orejeras opuestas: esas actitudes de falso buenismo con que
algunos se atribuyen una superioridad moral que en realidad no poseen, negando
la evidencia de que ahí fuera – y también aquí dentro – hay descerebrados que
quieren meterte la metralla por donde te quepa. O por donde no te quepa. Y sin
más razones que el odio, allá de donde salga.
La segunda de las apreciaciones que me gustaría hacer no es tanto sobre las
posibles soluciones como sobre las causas. Del mismo modo que antes indicaba
que los procesos sociales necesitan de varias generaciones, el nivel de odio
que estos pueblos han desarrollado hacia nuestro acrisolado Occidente no puede
ser fruto de un día –aunque la ley de la gravedad indica que se va más fácil
hacia abajo que hacia arriba–. Hay que aceptar y entender que cuanto más
extremas son las pasiones, y más drásticas las medidas que de ellas se derivan,
mayores son los deseos de afrontarlas y muchas menos las cosas que perder. Que
me digan a mí, occidental tipo medio, trabajo bien remunerado, vida
aceptablemente cómoda y con familia a la que proteger que me lie un símbolo
religioso a la cabeza y me lance a una guerra santa es bastante más complicado
que si se lo dicen a un chaval que ha visto morir a su familia bajo las bombas
de una guerra que no entiende, que sus perspectivas de futuro es intentar comer
al menos una vez al día y que, cuando intenta salir del infierno, le encierran
en un campo de concentración a las puertas de Grecia. Pero no sólo eso, porque
hablaba de que este odio no se cultiva sólo en una generación.
No soy experto en geoestrategia, pero la que hay montada en la zona del Golfo
Pérsico y aledaños es el drama por excelencia. Desde que se descubrieron los
yacimientos petrolíferos más importantes de la historia en suelo saudí, toda
esa zona ha estado revuelta. Pero no sólo eso: si nos remontamos hasta los
anales de la historia, todo el crisol de civilizaciones europeas, indias,
judaicas y protoarábigas han estado zurrándose de lo lindo en ese cruce de
caminos que tiene por capital a Jerusalén. Las injerencias de los diferentes
imperios han sido constantes, y los grupos clandestinos organizados para
sembrar el terror, incansables. Desde los zelotes hasta los nizaríes, pasando
por cualquiera otra organización que se opusiera a la ocupación extranjera, han
tenido por herramienta el asesinato y por ideología el odio, y por mucho que
nos joda el orgullo, no somos demasiado especiales en este siglo veintiuno, no
hay nada nuevo bajo el sol, sólo la sucesión histórica de un desastre bélico
cada vez más globalizado.
En conclusión, espero que las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado sigan
tirando a matar en ciertas circunstancias, pero no puedo evitar sentir una
cierta empatía por la madre que ve morir a su hijo de hambre, o por el padre al
que su hija de tres años se le escapa entre las manos y cae por la borda de una
patera. En definitiva, por pobres de la tierra, por los marginados y los
oprimidos, por los que mueren en mitad de un conflicto sin pretender ser parte
de ello –el 80% de los muertos de esta guerra santa son musulmanes–
completamente olvidados por el mundo rico. Una cosa no quita la otra, y no voy
a posicionarme a favor o en contra de cada uno de los descerebrados que pueblan
las redes sociales con mensajes que para lo único que sirven es para definir a
quienes los ladran, con independencia de color, credo, sexo o religión.
Alberto Martínez Urueña
23-08-2017