La libertad
de expresión no es otro ejemplo más en que los extremos están claros y las
fronteras son difusas: hay quien opina que se extiende hasta las mayores
barbaridades que pueda vomitar una persona. Gentuza como Hitler, Stalin,
Franco, Onésimo Redondo, Mao, Mussolini, Ceausescu, Pol Pot y otro largo
etcétera de psicópatas asesinos cometieron las mayores barbaridades del siglo
veinte, tiempo en el que ya se sabía más o menos con una cierta seguridad qué
era eso de los Derechos Humanos. No voy a meter aquí a peña como Julio César,
Atila, Vlad Tepes o cualquier otro sujeto al que le gustara ensañarse con sus
enemigos porque eran tiempos suficientemente pretéritos como para que sea
imposible –e irresponsable– juzgarlos con criterios de nuestro tiempo. Todos
aquellos, los primeros, además de competir por ver quién era más cabrón,
sostenían unos discursos, unas opiniones, que hoy en día serían algo más
complicados de defender. Por mucho que los representantes de la extrema derecha
europea hayan sacado los pies del tiesto, no les llegan ni a la suela del
zapato. ¿La libertad de expresión ha de sustentar y se debe aplicar en su
máxima expresión a personajes tan siniestros como los anteriores? Podría
deciros que no lo tengo claro, pero sería un cachondeo: siempre he dejado claro
que no todas las ideas son respetables y sigo pensando lo mismo, y es que
cualquier idea, por muy buena pinta que tenga, si pretende estar por encima del
respeto a la vida humana no merece mi respeto. Sea cual sea esa idea, noción o
construcción dialéctica, y sea cual sea la estructura que pretenda soportar.
Entre otras cosas porque además del que está hablando, hay mucha gente
dispuesta a escuchar gilipolleces, y otros muchos, quizá no tantos, dispuestos
a llevarlas a cabo en lugar de pedirse una consulta con algún psicólogo que le
certifique que el problema no está en los otros, sino en esa especie de paté
disforme que tiene encerrado en el cráneo. Esa peña sólo necesita la excusa,
así que yo, personalmente, prefiero no dársela, no vayamos a tener a todo un
pueblo, como sucedió en Alemania en los años treinta, dispuesto a satisfacer
las necesidades de su bien amado líder, caudillo, generalísimo, o como su
complejo de inferioridad le obligue a nombrarse.
Por eso, la
señorita Cassandra merece mi absoluto respeto, pero hacer coñas en las que
habla sobre como disfrutaría o la gracia que le haría o la escasa relevancia
que tendría la muerte de cualquier sujeto, como por ejemplo Mariano, que no es
alma de mi devoción, no me hace ninguna gracia. Rehúyo de todo tipo de
violencia, sea cual sea: la física, la verbal o la que se pueda llevar a cabo
de cualquier otra manera. Todo lo contrario me parece crear un estado de cosas,
entre ellas, un estado de cosas mentales, que perjudica a todos los ciudadanos
sin excepción. Y no quiero contribuir a ello.
Ahora bien,
ésta es mi opinión, y no tiene por qué ser la vuestra. De hecho, espero que no
lo sea: me gusta la diversidad, me encanta la divergencia y la heterogeneidad.
Me gusta que cada uno rija su vida según sus propios criterios, siempre que
dentro de esos criterios y esas directrices no estén incluidos disparos,
navajazos o bombas, pero tampoco el imponer criterios, el adoctrinar y el
utilizar cualquier tipo de coacción para llevarlo a cabo. Soy partidario de que
toda la información posible esté al alcance de la mano, y que la ausencia de la
misma no pueda ser utilizada como argumento para hacer daño a las personas que
nos rodean. No admito hacer daño a nadie si puedes evitarlo, y la mayor parte
de las veces, la imposibilidad solo es un trauma o una represión o un problema
mental del causante. La sensibilidad exacerbada de quien se siente agredido y
por ello agrede puede estar causada por sí mismo.
Otra cuestión
diferente es el tema de la legislación, la necesidad de que las leyes digan
hasta donde sí y hasta donde no. Ésta es una cuestión que no tengo nada clara,
entre otras cosas porque en la era de las redes sociales, la desinformación que
producen y lo borrega que es la gente el daño que se le puede infligir a un
inocente es tremendo. Pienso en cuestiones más allá de los políticos, ojo, que
están expuestos porque ellos quieren. Hablo, por ejemplo, del abuso escolar –me
niego a poner el palabro sajón–, pero también de cualquier otro en el que la
víctima no esté en condiciones de defenderse. Sin embargo, la legislación sólo
es una de las opciones que tenemos. Las leyes no construyen, sólo marcan
límites, y una sociedad que quiera tener ciudadanos y no autómatas no puede
resignarse a llevar bozales controlados por manos ajenas.
Alberto Martínez Urueña
6-04-2017