Como resulta
muy complicado sustraerse a esto de las modas informativas, y últimamente
estamos con el tema de las elecciones municipales y autonómicas, vamos a hacer
un pequeño esfuerzo y a pensar en otras cuestiones. Hoy estoy con un estado de
animo algo distópico, y mi texto, al contrario de lo que suelo pretender cuando
me salgo de la insistente actualidad, me noto un poco necrológico.
No soy amigo
de las ideas conspiranoicas –o conspirativas, que es el término correcto, y no
esa amalgama de ideas que insultan la semántica–, pero soy mucho menos amigo de
obviar las evidencias y los hechos. Ya, si hablamos de que me engañen, me toca
mucho más la bisectriz. Al más puro estilo alucinado, o como diría uno de mi
generación, al más puro estilo “Matrix”, todos tenemos, en mayor o menor
medida, la sensación de que algo no funciona como debería. Miras ahí fuera, a
la gente, a la sociedad, y todo te parece que se mueve como en un sueño, y que
algo subyace por detrás, algo más oscuro y más frío, como si se tratase de una
pantalla de color negro y letras verdes mostrando un código matemático que nada
que tiene que ver con la naturaleza humana tal y como las tripas se nos muestran.
En gran cantidad de ocasiones, nos sorprendemos a nosotros mismos haciendo algo
que no concuerda, o coreando alguna proclama que chirría, o pasando de largo
ante algo que debería llamarnos poderosamente la atención y que, sin embargo, no
es capaz de conmovernos lo más mínimo. Situaciones que deberían suponer un
punto de inflexión en nuestra vida se diluyen en el éter del hacer cotidiano, y
el hacer cotidiano, repleto de banalidades que sabemos innecesarias, nos ahoga
y no nos deja respirar. No hablo de las contradicciones típicamente humanas y
que pergeñan la literatura universal desde los tiempos clásicos; hablo de las
incoherencias sustanciales que destruyen nuestra propia esencia y existencia convirtiéndonos
en algo muy distinto a lo que nuestro propio ser se esfuerza en mostrarnos.
Cuando escarbas
un poco en la superficie de estas cuestiones se te ponen los pelos de punta. Algo
tan sencillo como las técnicas de marketing, o técnicas de venta, en
castellano, tienen por objeto crear necesidades
donde antes no las había, y en base a esas necesidades, crear un deseo en el potencial consumidor, haciéndole creer que al menos su satisfacción, cuando no su
felicidad personal, depende del posicionamiento que adopte con respecto a ese
objeto. No estamos hablando únicamente de bienes que puedas comprar, si no de
estilos de vida que puedas adoptar o, teniendo en cuenta la época en la que
estamos, candidatos a los que puedas votar. En resumen, de una forma clara,
objetiva y reconocida a través de eufemismos en los libros de texto más
prestigiosos, el mercado está optimizado para manipularnos y vendernos el
producto que sea objeto de la campaña de comunicación.
¿Motivaciones
económicas? Por supuesto que sí. De hecho, el nacimiento y desarrollo de estas
técnicas están basados en la optimización de los procesos de producción y venta
de todo tipo de productos, desde las cajetillas de tabaco a los juguetes
infantiles más prosaicos. Pero no sólo eso. Sería demasiado inocente pensar que
una herramienta tan potente se utiliza única y exclusivamente para llenar la
cuenta corriente de unos pocos. Sin duda alguna, se han utilizado a lo largo de
la práctica totalidad del siglo veinte y lo que llevamos del veintiuno para
controlar el comportamiento individual, pero también social, sobre todo en
Occidente.
Dos son los
hitos fundamentales: como hemos visto, por un lado, la generación de deseos
cada vez más urgentes ha desplazado nuestras prioridades; por otro lado, y
unido indefectiblemente al anterior, la desestructuración social, haciendo
individuos cada vez más enfrentados unos con otros, más individualistas, egoístas,
insolidarios y, sobre todo, solitarios y
desprotegidos.
Toda esta
distópica cuestión que para mí, y para otros muchos, es evidente, tiene una
infinidad de consecuencias, a cual más atroz. Por ejemplo, la normalización de
los usos y costumbres de acuerdo a unos parámetros ha uniformizado
artificialmente a los seres humanos, y por lo tanto, tildado de anormal, la diferencia. Esto ha supuesto
el surgimiento de cada vez más patologías mentales que en realidad sólo describen
comportamientos que se escapan de lo socialmente correcto y dirigido. Esto además, ha generado un conflicto permanente entre
los seres humanos que conforman esa sociedad y la sociedad misma que les exige
ese comportamiento estandarizado.
Pero por
encima de todo, toda esta secuencia de manipulación planificada ha implicado
tal bombardeo exterior de mensajes diciendo cómo se supone que ha de ser cada
uno de nosotros que nos ha impedido encontrar la única fuente verdadera de
satisfacción personal: conocernos a nosotros mismos en base a lo que nosotros
mismos descubrimos que somos a través de la introspección. Hasta el punto de
que, hoy en día, la inmensa mayoría de las personas son incapaces de soportar
situaciones en que en silencio y la ociosidad –entendida en términos sociales–
son la principal causa de angustia de muchas de ellas. Y por desgracia, éste es
en único lugar en donde podemos encontrarnos con nosotros mismos, sin nadie que
nos facilite la tarea de conocernos.
Alberto Martínez Urueña 21-05-2015