martes, 15 de julio de 2014

Va de fronteras


            Hay una frase que, aunque esté más manoseada que el cachi de un festival veraniego, al parecer no tiene una gran validez como norma de convivencia: “tu libertad acaba donde empieza la del resto”. Tiene connotaciones muy sutiles, igual que aquella de: “no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti”. En base a ésta, ya os digo que no me gustaría encontrarme ciertos personajes con notables desviaciones del comportamiento que disfrutan con extraños vicios, y del mismo modo, creo que la primera frase encierra peligros no menos importantes.
            A este respecto, tendríamos que considerar en primer lugar qué es lo que se puede considerar como libertad. Ya sabéis –lo comenté en un texto previo, del doce de mayo del presente año– que este concepto está preñado de tantas connotaciones, de tantos usos según el interlocutor, de tantas apreciaciones diversas, que resulta imposible alcanzar un consenso con respecto al mismo. Hay quien opina que el ser humano nunca puede ser libre porque está salpicado de tantos condicionantes que convierten en imposible una elección que pueda tildarse de tal manera. Otros aducen que no sería necesario tener en cuenta tales condicionantes, sino que estos conforman las razones para poder envolver las decisiones que tomamos con una capa de racionalidad que las justifiquen. Y así hasta el infinito.
            La cuestión que planteo es que si resulta imposible tomar una noción unívoca del concepto sobre el que se hace la afirmación de dónde empieza o acaba éste, quizá la frase que tantas veces se utiliza como verdad absoluta e innegable sea más bien una falacia que sólo sirve para autojustificaciones a las que no se puede otorgar otra consistencia. Es decir, aquello que soltamos cuando ya no nos quedan más razones que amparen nuestro capricho.
            Me preocupa bastante el uso arbitrario de frases rimbombantes, pero absolutas y por lo tanto falsas, para trazar las líneas de lo que debería ser el actuar de las personas. Sé que al leer esto, muchos estaréis pensando que claro, estamos hablando de personas normales, no de degenerados y esas cosas, a lo que respondo que curiosamente el oficio de la psique suele afirmar que, de un modo u otro, la mayor parte de nosotros llevamos de serie bastantes taras mentales y emocionales. Esto, para los que hablan de “personas normales”, hace que el concepto de normalidad salte por los aires. Otra cosa sería hablar de lo que consideramos normalidad, pero la normalidad cambia de acuerdo con las circunstancias temporales y culturales, y por lo tanto tampoco me vale demasiado. No en vano, siempre pongo el ejemplo de que hace no demasiado tiempo en España, los mal llamados delitos de género ni tan siquiera estaban contemplados en nuestra legislación. Hace no demasiado tiempo, insisto, en este país tan avanzado se usaba de normal otra frase, “los trapos sucios se lavan en casa”, y las señoras limpiaban muchos de esos trapos manchados de sangre sin atreverse a decir esta boca –rota– es mía.
            Culturalmente hablando, hace no demasiado, la libertad de las mujeres estaba perfectamente delimitada en el código civil, en el que primaban los principios de indisolubilidad del matrimonio y una retorcida derivación argumental del pater familias. De acuerdo a estos, la libertad de las mujeres –me leéis unas cuantas– quedaba supeditada, o bien a la voluntad de su padre o bien a la de su marido.
            Otro tanto nos encontramos en los textos de cierta religión incapaz de actualizarse convenientemente – las últimas declaraciones del Paco Clavel episcopal no tienen desperdicio – para quien las mujeres no son capaces de ejercer el mismo ministerio que los hombres, y que además considera ciertas afirmaciones como que el origen del pecado del hombre es la mujer como algo aceptable. Todo esto para considerar a la mujer alguien a quien un obispo puede decir “Mujer, cásate y sé sumisa” sin que nadie le mande cerrar esa bocaza de imbécil –aplicación estricta según mi particular opinión de la primera acepción que reconoce la RAE para esa palabra–. No os equivoquéis: que las mujeres cojáis esa libertad que os pertenece por derecho no implica que estos señores tan honorables que visten con falda larga vayan a hacer todo lo posible por quitárosla. Consideran, por tanto, y a esto venía el texto, que el límite entre su libertad y la vuestra no concuerden en el mismo punto.
            Por todo esto me da tanto miedo cuando escucho esas frases tan pomposas para regir el actuar con el que nos tenemos que relacionar unos con otros. Sólo de pensar que la libertad de alguien que confronte con la mía pueda ser tan extensa que no me deje espacio para respirar, me da pánico. Y digo respirar, como podría decir simplemente ser yo mismo, tomar mis propias decisiones y desarrollar mi propia personalidad, con mis taras mentales, por supuesto, pero también con mi inherente derecho a buscar la felicidad, a conservar mi dignidad como persona y a llevar mi existencia por los derroteros que mejor me convengan. Y antes de que nadie diga lo que estáis pensando, reitero la única afirmación categórica que me sirve de patria y de bandera: el ser humano siempre y por encima de todo. Ojo, todos al mismo nivel, no unos más que otros: que me sé de buena tinta que hay ciertos ***** que consideran sus caprichos como si de un artículo legislativo se tratase.

 

Alberto Martínez Urueña 14-05-2014