Las puertas
de la tasca se abrieron con un chirrido, dejando entrar un haz polvoriento de
luz crepuscular. Había llegado hacía sólo diez minutos y la cerveza que había
pedido al tabernero no había tenido tiempo ni de templarse; las plantas de mis
pies todavía me ardían dentro de las botas de cuero. Los diez o doce hombres
silenciosos que estábamos allí alzamos la mirada ligeramente para observar al
nuevo, pero únicamente yo mantuve la mirada después de medio segundo, pues la
cara de aquel joven me resultó familiar: era el aprendiz con que había
coincidido en otras ocasiones igual de fortuitas.
Observándole
de soslayo le vi pedir agua para un par de cantimploras, y unos pedazos de pan
seco y carne en salazón, y en dos minutos salió del local. Yo tardé cinco
segundos en beberme el medio litro de un trago y salir detrás de él. Bajo la
luz mortecina, pude descubrir dos figuras polvorientas y andrajosas, una de
ellas encorvada, dirigiéndose hacia las afueras de la ciudad. Ni qué decir
tiene que fui tras ellos.
Según me
acercaba, furtivo, al corral donde se guarecieron sentados contra una tapia,
les escuché en una de sus extrañas conversaciones, misteriosas para mí, pero
atrayentes. El anciano escuchaba, mientras el joven argumentaba con ardor cómo
las distintas corrientes de pensamiento que han poblado la historia del ser
humano, a lo largo y ancho del globo, habían intentando establecer cuáles eran
los parámetros de la búsqueda humana.
- Es decir, -
argumentaba el chico. - después de tantos hombres buscando una misma cosa, al
final ¿cuál es la conclusión? Es decir, cada corriente se centró en aquello que
suponía fundamental: los griegos en la búsqueda de su sophia, las distintas religiones han buscado la prueba de Dios, la
ciencia trata de llegar a principios sencillos, básicos, que rigen la realidad
física que habitamos… No hago más que preguntarme qué es lo importante en la
vida, y no acabo de alcanzar una conclusión. Vamos, yo creo que hablo de la
búsqueda de la Verdad con mayúsculas.
Observé por
un pequeño agujero como el anciano escuchaba con una sonrisa benevolente en el
rostro hasta que llegado ese punto, levantó la mano derecha y su alumno acalló la
verborrea, sorprendido.
- Cierra los
ojos. - indicó el anciano. - ¿Qué ves?
- Nada de
nada, claro. - aseveró el chico, confuso.
- Ahora,
ábrelos y dime qué es lo que ves.
- Bueno, es
casi de noche, pero todavía puedo distinguir el pueblo, las montañas a lo
lejos, hay unas granjas y…
- Esa es la
única Verdad. - cortó el anciano, suavemente, pero con rotundidad.
- ¿Qué? ¿La
naturaleza? ¿Un grupo de ciudadanos?
Pero el
anciano únicamente sonrió, sin decir nada más, críptico. Me pasé un rato
abriendo y cerrando los ojos, sin comprender muy bien lo que pretendía el
anciano con aquel juego, y reconozco que casi me mareé, así que me recosté
también contra la tapia, por el otro lado, y casi me quedé dormido.
- No sé si he
comprendido, maestro. - dijo el chico al rato, desvelándome. - ¿Qué quieres
decir con eso? - puse toda mi atención, a ver si decía algo coherente.
- ¿Por qué te
haces todas estas preguntas? - replicó el anciano, con su paciencia infinita,
haciendo que me desesperase un poco.
El chico se
le quedó mirando sin atreverse a responder, hasta que balbuceó un par de
respuestas.
- Supongo que
es el objetivo que me he marcado en la vida. No me gustaría descubrir con los
años que he malgastado mi tiempo en cosas fatuas mientras lo importante se me
escapaba sin darme cuenta.
- Es decir,
por el ego y su germen: el miedo. - aseveró el anciano. - El miedo es el velo
más espeso que tapa nuestros ojos, que fabricamos nosotros mismos y al asidero
que se agarra el ego para quedarse en su trono. Da igual lo que sea que
busques: si el miedo te domina, no encontrarás nada de lo que hablas. Has de
encontrar la raíz de tu miedo, y extirpar esa mala hierba de tu alma para poder
encontrar lo que buscas. - dijo el maestro haciendo un gesto como si arrancase
algo, y después miró hacia la penumbra, o quizá incluso más allá de ella, antes
de seguir. - He conocido a muchos hombres a lo largo de mi vida que hablaban de
ella, o querían encontrar la verdad de cada cosa. Había unos que se pasaron la
existencia descubriendo a las personas su verdad, y cuando murieron nadie
recordó sus discursos. Había otros que se pasaron la existencia recapacitando
profundamente sobre esa Verdad de la que hablas, y cuando murieron, al mirar
hacia atrás, solamente vieron palabras estériles jalonando una vida poco
fructífera. Y hubo otros, muy pocos, uno de ellos mi maestro, que cuando le
pregunté cuál era la Verdad, me dijo una cosa: ¿para qué quieres saberla? Vive
absolutamente, ama absolutamente y mantén los ojos abiertos, por si acaso algún
día aparece.
- ¿Y qué hizo
usted?
- Desde
entonces intento aprender a vivir y amar absolutamente, y a mirar.
Alberto Martínez Urueña 19-09-2012