miércoles, 19 de septiembre de 2012

Aprender a mirar


            Las puertas de la tasca se abrieron con un chirrido, dejando entrar un haz polvoriento de luz crepuscular. Había llegado hacía sólo diez minutos y la cerveza que había pedido al tabernero no había tenido tiempo ni de templarse; las plantas de mis pies todavía me ardían dentro de las botas de cuero. Los diez o doce hombres silenciosos que estábamos allí alzamos la mirada ligeramente para observar al nuevo, pero únicamente yo mantuve la mirada después de medio segundo, pues la cara de aquel joven me resultó familiar: era el aprendiz con que había coincidido en otras ocasiones igual de fortuitas.
            Observándole de soslayo le vi pedir agua para un par de cantimploras, y unos pedazos de pan seco y carne en salazón, y en dos minutos salió del local. Yo tardé cinco segundos en beberme el medio litro de un trago y salir detrás de él. Bajo la luz mortecina, pude descubrir dos figuras polvorientas y andrajosas, una de ellas encorvada, dirigiéndose hacia las afueras de la ciudad. Ni qué decir tiene que fui tras ellos.
            Según me acercaba, furtivo, al corral donde se guarecieron sentados contra una tapia, les escuché en una de sus extrañas conversaciones, misteriosas para mí, pero atrayentes. El anciano escuchaba, mientras el joven argumentaba con ardor cómo las distintas corrientes de pensamiento que han poblado la historia del ser humano, a lo largo y ancho del globo, habían intentando establecer cuáles eran los parámetros de la búsqueda humana.
            - Es decir, - argumentaba el chico. - después de tantos hombres buscando una misma cosa, al final ¿cuál es la conclusión? Es decir, cada corriente se centró en aquello que suponía fundamental: los griegos en la búsqueda de su sophia, las distintas religiones han buscado la prueba de Dios, la ciencia trata de llegar a principios sencillos, básicos, que rigen la realidad física que habitamos… No hago más que preguntarme qué es lo importante en la vida, y no acabo de alcanzar una conclusión. Vamos, yo creo que hablo de la búsqueda de la Verdad con mayúsculas.
            Observé por un pequeño agujero como el anciano escuchaba con una sonrisa benevolente en el rostro hasta que llegado ese punto, levantó la mano derecha y su alumno acalló la verborrea, sorprendido.
            - Cierra los ojos. - indicó el anciano. - ¿Qué ves?
            - Nada de nada, claro. - aseveró el chico, confuso.
            - Ahora, ábrelos y dime qué es lo que ves.
            - Bueno, es casi de noche, pero todavía puedo distinguir el pueblo, las montañas a lo lejos, hay unas granjas y…
            - Esa es la única Verdad. - cortó el anciano, suavemente, pero con rotundidad.
            - ¿Qué? ¿La naturaleza? ¿Un grupo de ciudadanos?
            Pero el anciano únicamente sonrió, sin decir nada más, críptico. Me pasé un rato abriendo y cerrando los ojos, sin comprender muy bien lo que pretendía el anciano con aquel juego, y reconozco que casi me mareé, así que me recosté también contra la tapia, por el otro lado, y casi me quedé dormido.
            - No sé si he comprendido, maestro. - dijo el chico al rato, desvelándome. - ¿Qué quieres decir con eso? - puse toda mi atención, a ver si decía algo coherente.
            - ¿Por qué te haces todas estas preguntas? - replicó el anciano, con su paciencia infinita, haciendo que me desesperase un poco.
            El chico se le quedó mirando sin atreverse a responder, hasta que balbuceó un par de respuestas.
            - Supongo que es el objetivo que me he marcado en la vida. No me gustaría descubrir con los años que he malgastado mi tiempo en cosas fatuas mientras lo importante se me escapaba sin darme cuenta.
            - Es decir, por el ego y su germen: el miedo. - aseveró el anciano. - El miedo es el velo más espeso que tapa nuestros ojos, que fabricamos nosotros mismos y al asidero que se agarra el ego para quedarse en su trono. Da igual lo que sea que busques: si el miedo te domina, no encontrarás nada de lo que hablas. Has de encontrar la raíz de tu miedo, y extirpar esa mala hierba de tu alma para poder encontrar lo que buscas. - dijo el maestro haciendo un gesto como si arrancase algo, y después miró hacia la penumbra, o quizá incluso más allá de ella, antes de seguir. - He conocido a muchos hombres a lo largo de mi vida que hablaban de ella, o querían encontrar la verdad de cada cosa. Había unos que se pasaron la existencia descubriendo a las personas su verdad, y cuando murieron nadie recordó sus discursos. Había otros que se pasaron la existencia recapacitando profundamente sobre esa Verdad de la que hablas, y cuando murieron, al mirar hacia atrás, solamente vieron palabras estériles jalonando una vida poco fructífera. Y hubo otros, muy pocos, uno de ellos mi maestro, que cuando le pregunté cuál era la Verdad, me dijo una cosa: ¿para qué quieres saberla? Vive absolutamente, ama absolutamente y mantén los ojos abiertos, por si acaso algún día aparece.
            - ¿Y qué hizo usted?
            - Desde entonces intento aprender a vivir y amar absolutamente, y a mirar.

Alberto Martínez Urueña 19-09-2012