domingo, 14 de febrero de 2010

Esos predicadores

Supongo que será esa necesidad que tenemos todos de que nuestra contingencia existencial (que se puede traducir como pretender tener más importancia de la que tiene una mota de polvo en el Universo) sea superior a la del vecino, y tratamos de que nuestro paso por este planetilla en el que campamos sea algo menos insignificante que el paso de otros que nos precedieron. Como el anonimato nos condena y nos vuelve uno más del cotarro, uno más sin aparente distinción, nos llenamos de sentimientos de importancia cuando algo raro pasa a nuestro alrededor, y pretendemos ser testigos de cosas que, como poco, se asemejan a la película esa de terror que nos cuenta el último libro de La Biblia.

Me estoy refiriendo en estos momentos que en los últimos años hemos presenciado con estos ojillos que se quieren comer el mundo, varios acontecimientos de esos que parecían el advenimiento de una nueva época, como si se tratase de la segunda llegada de Cristo, o alguna cosa similar. Hemos podido ver cómo las torres gemelas de Nueva York se desmenuzaban contra el asfalto como si se tratasen de terrones de azúcar llevándose a tres mil por delante; mientras, la ceguera estúpida de Occidente nos hacía creer que aquello era la obra de algún satánico demonio que venía a traernos el fin del mundo, o algo parecido. Claro, en contraposición con esos tres mil, los muertos que van en las guerras de Irak y Afganistán son de esas que no cuentan y no suponen advenimientos ni chorradas, o las que se produjeron en la guerra de Somalia, o las que se llevan los niños africanos armados con Kalashnikov y esas cartucheras repletas de balas colgando del pecho. Una vez más, las ganas de romper con la insignificancia, añadida a la soberbia y prepotencia de nuestro Occidente culto y refinado.

Nos ha pasado también con la crisis financiera. Recuerdo cómo saltaron las alarmas y esos mismos que con el atentado antes mencionado, o con el que nos tocó más de cerca en Atocha y cercanías, pusieron la voz en grito y volvieron a sacar las pancartas de que el mundo tal y como lo conocíamos se había terminado. Entre políticos que se defendían, o que atacaban, o que clamaban venganza, tuvimos para unos cuantos meses; todo ello jaleado por los consabidos tertulianos, que no tienen ni puta idea de nada de lo que hablan, pero que son capaces de crear corrientes de opinión a la masa putrefacta y alienada para que ésta sepa lo que tiene que pensar. Resulta realmente descorazonador ver cómo las proclamas con las que juegan esos irresponsables periodistas luego son vomitadas en parto salvaje por aquellos a los que les conviene que sea cierta tal o cual realidad. Además, de raza le viene al galgo, y cada uno se traga el programa que le conviene a sus intereses; y no hay ningún problema en que en el corrillo de verduleras donde se reúnen periódicamente una vez a la semana se les vea el color al cual se adhieren desde que empiezan a soltar babilla por el colmillo adusto. No hay problema con que salten con alegría sobre la objetividad informativa, o sobre el rigor mediático; ni tampoco con la posibilidad, como decía antes, de que aquello de lo que hablan no sea de lo que más controlen. Profesionales de la manipulación les llamo. No dejan de ser expertos en ese arte que alguna vez practicamos todos de vez en cuando, de ver primero qué es lo que nosotros pensamos, para después construir la secuencia lógica que nos dé la razón.

Pero claro, es que somos lo que somos: amantes irreconciliables del morbo. Nos fascina lo que nos enferma, irremediablemente; y si eso lo unimos a una sociedad en la que todo vale si es lo que quieres, no pasa nada por conjuntar morralla sin ningún tipo de despecho. Además, si tenemos en cuenta los datos recurrentes de que España va de mal en peor con el tema educativo, pues todo se va explicando poco a poco. Incultura y país de pandereta acaban mezclando estupendo, con una serie de personajillos moviendo las ideas de un lado para otro, mientras personajes que no son capaces de hacer la o con un canuto, y además se enorgullecen, les siguen la bobada con mucha alegría y festejo.

Básicamente todo esto viene al caso porque acaba uno hasta la bisectriz de ver cómo de continuo parece que se va a acabar el mundo y al final no pasa nada ni por un lado ni por el otro: los atentados de las torres gemelas lo único que supusieron es que ahora con la ley en una mano te pueden hacer un tacto rectal con la otra por menos de nada en un aeropuerto, y el tema de la crisis y la refundación del capitalismo y bobadas semejantes me da la sensación de que acabará siendo aquello de a rey muerto, rey puesto. Reyes por cierto que se tienen que estar tronchando de risa.

No sé si es o no es justo, o más o menos sensato, si tenemos suerte de que las cosas sucedan de tal o cual manera o es una desgracia; sin embargo, la Historia enseña que los cambios profundos en la sociedad no se planean (normalmente machacan a los que están arriba, hablando de planear y sin hacerlo), sino que surgen paulatinamente durante siglos sin que nadie se dé cuenta hasta que de repente se te ha caído el tinglado entero. Además, nos enseña que los catastrofistas y los predicadores del Apocalipsis suelen ser sujetos bastante resentidos, al margen de terriblemente equivocados.

Así que les diría a esos políticos y periodistas que dejen de tocar la vaina con sus anuncios y sus proclamas de desastres sin solución, y se comporten de una manera algo más responsable con todos estos asuntos que tocan. Y mejor, puestos a pedir, que la gente que les escuche, empiece a pensar por sí mismo y deje de tragar cualquier basura que aquéllos ofrezcan. O incluso, que no les escuchen: que aquellos que dicen que son apolíticos no voten, que los que dicen que los periodistas sobran no vean sus programas, o que quien dice que la incultura en España roza épocas medievales no vean la televisión en horario de máxima audiencia. Máxima audiencia he dicho. Ahí queda eso.

Alberto Martínez Urueña 14-02-2010