Hoy, escuchando la
radio, me ha llegado una noticia sobre modelos económicos contrapuestos y casi
me echo a llorar. Os lo digo sin ningún tipo de rubor, me he emocionado. Como
bien sabéis – los que me seguís – llevo bastantes meses sin escribir
semanalmente este pequeño texto que siempre ha versado sobre temas de
actualidad. Dejé de hacerlo porque la actualidad de hoy en día da asco. No pasa
por un sano ejercicio de dialéctica y retórica, sino por todo lo contrario: una
reducción de la profundidad de análisis que permita simplificar el mensaje de
tal manera que sólo quepa una postura favorable o contraria a un postulado de
por sí estúpido. Y yo no gasto mi tiempo en estupideces, ni en debatir con mentes
brumosas postulados construidos para engañar a una sociedad ya de por sí
estupidizada.
¿Qué ha sucedido?
Que por mucho que se han empeñado desde el Congreso para que la masa social se
quede con su circo, ha llegado un momento en que uno de los problemas –
problemones – que tenemos en nuestra sociedad amenaza con romperles las
costuras. A saber, el tema de la vivienda. Entiendo que la mayoría de la
sociedad no está en estas cuestiones, pero cuando te dicen que el nivel de
precios de la vivienda ya está como en dos mil ocho y que la tasa de
crecimiento del precio supera el ocho por ciento interanual, la cosa cambia. No
voy a entrar en lo que dicen los partidos políticos: los medios de comunicación
pueden alimentar vuestra curiosidad mucho más de lo que yo consiga. Pero dejaré
un par de consideraciones.
Vivimos en un
lugar del planeta en donde se entiende que las personas, por el hecho de serlo,
se merecen un respeto, y que desde la tribuna pública no se les escupa en la
cara. Las políticas económicas de calado son tremendamente complejas tanto en
su planificación como en su instrumentación práctica, de eso no cabe duda; sin
embargo, la fijación social de prioridades es bastante sencilla con ciertos
temas. Precisamente por el respeto que se merecen las personas – nos merecemos –,
y por la dignidad intrínseca derivada de nuestra existencia, hay dos o tres cosas
sobre las que no deberíamos regatear. O, al menos, la inmensa mayoría de nosotros.
Puedo entender perfectamente ciertos intereses particulares, pero no tengo por
qué defenderlos, ya lo hacen solos. Con gran eficacia. Y es ideológico tanto una
postura como otra. Es una cuestión de prioridades. Y esas prioridades vienen marcadas
por el cuarteto básico de un sistema social que merezca la pena: sanidad,
educación, pensiones y vivienda.
No creo que haya
nadie que no esté de acuerdo con estas premisas, pero lo importante es ponerse
de acuerdo en cómo conseguir que lleguen a todos los ciudadanos. Y que lleguen,
por favor, en las mismísimas condiciones de calidad con independencia del estrato
social del que se venga. Voy a decir más: con independencia de lo vago, aprovechado
y negligente que sea el individuo. Pensaréis que ya estoy con mis historias de
rojo, y que vosotros no estáis para sufragar los gastos de esa gente. Pero, ¿cuál
es la cuestión fundamental que subyace a mi propuesta? No es un buenismo bobalicón,
es que me gusta la estabilidad social. Que la tengo en gran estima, y hace tiempo
que la sociología demostró que la generalización de la desprotección social
genera capas de pobreza y éstas, a su vez, problemas sociales.
Pero estoy dispuesto
a admitir, aunque sea por ejercicio intelectual, que los vagos y maleantes no
tengan derecho de acceso a esos cuatro pilares. Tendremos que admitir, entonces,
que cualquier persona con trabajo debería poder hacerlo, más allá de sus características
personales o profesionales. Y aquí es donde empezamos a tener problemas. Los
cuatro pilares fundamentales han de ser garantizados en igualdad de
condiciones, pero esto no es así en realidad. ¿Por qué? Porque admitimos premisas
que ponderan el acceso a ellos. Admitimos variables que lo obstaculizan. Admitimos
variables que incluso lo impiden. Ponemos a su mismo nivel otras
consideraciones que, sin ser fundamentales para la dignidad humana, la restan. Las
políticas públicas deben ser ponderadas unas con otras: por ejemplo, invertir
más en investigación o en infraestructuras; en alta velocidad ferroviaria o el
transporte de mercancías. Pero estas inversiones pertenecen a un escalón inferior
de la elección social: en el primero deben estar los cuatro pilares porque son sobre
los que se construye una sociedad justa. Y no digo igualitaria ni equitativa,
digo justa, en la que la dignidad de cualquier individuo no pueda ser degradada
y, por tanto, su propietario, arrojado a una clase de ser humano inferior al resto.
¿El libre mercado
es la herramienta adecuada para esos cuatro pilares? ¿La colaboración público-privada?
¿El intervencionismo puro y duro? Sólo sé que cuando tu hijo necesita acceder a
alguno de ellos y tu sueldo no te llega, la mirada se dirige a donde se dirige
y, cuando no hay respuesta, la sociedad se convierte en una jungla. Yo no
quiero una sociedad de ese tipo, quiero una sociedad en la que los aspectos
básicos de la dignidad humana estén cubiertos. Y las soluciones propuestas
hasta ahora, dos mil veinticinco, nos están dejando, desde hace tres décadas,
en la estacada.
Alberto Martínez Urueña 13-01-2025
PD: por supuesto que tengo mi idea de cómo debería hacerse, pero esta columna tiene la extensión que tiene; quizá para la próxima.
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