viernes, 1 de junio de 2012

El Testa


             De antemano, pido disculpas, porque sé que no soy el más adecuado, o el más representativo para poder hablar de este tema. Hay muchos, entre vosotros sin duda, que estáis mucho más autorizados para ponerle frases a esta cuestión, pero soy yo el que escribe en este caso y, con todo el respeto para vosotros, y para el tema, voy a darle un toque personal.
            Las cosas son, en principio asépticas, inocuas. Tienen sus propias características físicas (alto, ancho, profundo), sus rasgos distintivos (rojo, con tal o cual particularidad), pero somos las personas las que les conferimos su auténtica personalidad. O más bien, a través de nosotros, la adquieren, cobran vida, y se convierten en algo más allá de lo que serían en un principio. Podemos recordar una estancia en la sala de espera del director del colegio, o quizá en la consulta de un médico. Podemos también recordar aquel rincón donde jugábamos con nuestros compañeros de colegio, una pista de baloncesto, o puede que la puerta del bar donde nos reuníamos con nuestros bocadillos y bollos del almuerzo. Cada uno tendrá su propia idiosincrasia, surgida a través de nuestras vivencias. Y uno de esos lugares, ganados a pulso, con tantos recuerdos, fue el Testa, y uno de sus aditamentos imprescindibles: el rincón del fondo, donde se sentaba ella, en aquel taburete, y nos observaba con aquel gesto, medio divertido, medio acusador, siempre amable con quien lo merecía, siempre educada con quien merecía lo contrario.
            Cada uno de nosotros tiene tantas historias vividas en aquel garito nada resultón que parece mentira que hubieran podido darse todas juntas. Algunos curramos en la barra (muchos menos en la puerta), conocidos a muchos amigos, a nuestras parejas… Yo conocí a la mía allí, conocí a mucha gente, y con algunos de mis principales amigos empezamos la relación en aquella barra, con cachis de la mano y música estupenda de fondo. Me volvía loco ver al pincha, por ejemplo mi primo David, y gritarle desde el otro lado del bar que pusiera tal o cual canción, y que al poco empezase a sonar, y gritarla (porque al parecer cantar no es lo que mejor se me da) hasta quedarme afónico, con toda esa gente alrededor gritando conmigo.
            Era el bar de las fiestas de Valladolid en la Plaza de Cantarranas, donde entrabas a por una cerveza y te quedabas a la puerta porque allí estaba todo el mundo, conocías a unos a otros, hablabas, te encontrabas con gente que hacía mil años que no veías…  Siempre había posibilidades ocultas en los recodos de las agujas del reloj de cada noche para que sucediese algo impactante, novedoso, que hiciera aquella jornada distinta del resto. Aunque aquello fue siendo cada vez más complicado, daba igual, porque cuando no sucedía aquello siempre te quedaba la posibilidad de que se convirtiese en el refugio que necesitabas después de varias horas de vagar por otras barras y otras copas.
            Tere estaba allí, al fondo, desde primera hora, hasta que cerraba. A primera hora podías hablar con ella un rato y te contaba una u otra historia, te comentaba lo del IVA trimestral, lo del chaval aquél que no le había hecho caso el día anterior, lo de la pensión… A veces le echaba una pequeña bronca a Edu o a Alberto porque, las cosas como son, se la merecían por crápulas, y después nos invitaba a las copas y parecía que te habías ido sin pagar del bar. Algunos como Mariano, algunas veces lo hicieron. En esa barra, aprendí a jugar al Balance con Pablo, enseñé a César a hacer el colibrí, canté con David la versión de Stravaganzza de Hijo de la luna, charlé con un Kanito un poco borracho y tratamos de emborrachar a un Lucas demasiado sobrio. Yolanda entraba en la barra sin pedir permiso y te ponía unas copas a tres euros, esperabas con paciencia tu turno para entrar a aquel sucedáneo de letrina y quizá aprovechabas que currabas de portero para meterle fichas a alguna moza que anduviera por allí.
            Y la Tere era la testigo de todo aquello, desde su trono, en su reino. Porque si de algo no tengo la más mínima duda es que hay territorios por los que puede pasar mucha gente como nosotros, pero el rey, o en este caso la reina, era una. A la que todo el mundo quería saludar, a la que muchos criticaban por esto y por aquello, el faro que observaba en silencio la tempestad ruidosa. La que me decía que iba a tener que ir a la consulta de mi madre porque me iba a romper la garganta de tanto gritar…
            Ese faro se ha apagado, como se apagaron todos. Unos brillaron más y otros menos entre las tinieblas de esta noche que a veces es el mundo; sin embargo, en aquel mundo, sólo hubo una, y he de darle unas gracias infinitas a Tere por crear aquel Cámelot particular donde muchos de nosotros pudimos soñar despiertos, y, por suerte, en algunos casos, conseguir que aquellos sueños se volvieran realidad.

Alberto Martínez Urueña 30-05-2012

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