viernes, 15 de marzo de 2024

Superhéroes

 

            ¿Cuál es el problema de mirar más allá de la actualidad política? Sinceramente. Todos. La actualidad política hoy en día es más sencilla de observar. Tienes una narrativa oficial, con argumentos racionales a los que te puedes adherir sin miedo a que la incoherencia te sorprenda en mitad de una conversación o un hilo de alguna red social. Tienes dos bandos más o menos definidos, buenos y malos, con los juicios de intenciones muy bien construidos, desde un par de perspectivas, según quieras elegir el bando que más te plazca. Además, tienes todos los personajes necesarios: tienes al héroe, capaz de mantener el tono y el gesto cuando los enemigos asedian su bastión; el villano sin escrúpulos, de motivaciones claras, no siempre inmorales, ojo, pero capaz de llevar a cabo cualquier actuación para conseguir el poder, porque, para él, el fin justifica los medios; también está el villano estúpido y gracioso al que ves venir sin problemas y al que es fácil odiar y golpear; tienes incluso al antihéroe, ese personaje que es capaz de romper todos los moldes y las convenciones sociales que para lo único que sirven es para encorsetarle en su cruzada en donde, casi sin pretenderlo –porque no puede pretender ser bueno– obtiene resultados asombrosamente buenos. Fijarse en la política hoy en día es sencillo, porque la han convertido en un parque de atracciones para niños, con mensajes para niños, todo con un guion de una película de superhéroes. Es fácil estar a favor o en contra de alguien de manera irracional, despreocupado además de la reactividad que provoca, porque es razonable, e incluso heroico, luchar contra el Mal Absoluto y erradicarlo hasta la extinción. No necesitamos principios morales con los que juzgar las acciones de nuestro bando: necesitamos certezas para no bajarnos del barco, pase lo que pase, porque, en la lucha contra el Mal Absoluto, no se requiere de principios, se requiere de convicciones. No os preguntéis cómo hemos podido llegar a este estado de cosas. Nos hemos dejado.

            Podemos preguntarnos cómo, pero es más que evidente. Igual que las grandes superproducciones cinematográficas, no basta con un guion y una labor mejor o peor de los artesanos –o de los peones de la fábrica–; necesitamos también atraer la atención del público con buenas campañas de mercadotecnia, evitando en la medida de lo posible que el potencial espectador se disperse en otras direcciones y encuentre otras luces parpadeantes y brillantes que le puedan llegar a hipnotizar. Hoy en día, la política es una mala película de héroes y villanos, y lo es así porque es el producto que el consumidor demanda. Hemos pasado, de ser ciudadanos, a ser consumidores.

            A raíz del último texto que mandé, visiblemente cabreado y contrario a todo lo que tenga que ver con perdonar a personas que delinquen a sabiendas y que no se arrepienten, y menos cuando son ellos los que redactan el perdón, un buen amigo me preguntó, visto esto, cuáles eran mis preferencias políticas en este momento. Entiendo la pregunta, pero la visualizo considerando lo anterior, y entiendo el desconcierto cuando no me posiciono en términos de buenos y malos, en términos de dos bandos irreconciliables. Si estoy en contra de la amnistía, entonces tendré que posicionarme a favor del amigo de narcos y del nostálgico de dictadores. Si no me incluyo en el bando del amigo del narco y del nostálgico de dictadores es que estoy favoreciendo la adopción de medidas que considero injustas. Soy cómplice. Defraudo las expectativas. Y, parece ser, no hay nada peor que la soledad de no pertenecer a un grupo.

            Digo esto con enorme cariño hacia este amigo porque sé que él no es así y, además, porque ha permitido la gestación de este razonamiento que no espero sea compartido, porque parece muy conspiranoico, pero para nada. No deja de ser la pretensión, siempre manifestada, e indudablemente alabada del hipercapitalismo en que vivimos: vender un producto y que la gente lo compre.

            Es mucho mejor fijarte en la política actual. No exige nada. Es como ponerte delante del televisor a no hacer nada. Como gritar al árbitro desde el sofá, aunque alguien al lado tuyo te mire como si fueras un enfermo porque no te das cuenta de que no te oye. Si no te fijas en la política actual de andar por casa, quizá levantes la vista y te des cuenta de que en los últimos meses hemos pasado el invierno más cálido jamás registrado. Que la guerra sigue, en algún sitio, y seguimos en connivencia con el agresor porque no somos capaces de reducir nuestro bienestar y comprarle menos de todo. Que se están muriendo miles de niños, unos por las bombas y otros por el hambre, pero en esos lugares el paraguas de la libertad y la democracia no llega, porque el derecho a la libre determinación de los pueblos nos impide intervenir de manera oficial, aunque sea la ONU la que lo haga. Siempre que no haya petróleo, claro. O se trate de una ruta comercial. En ese caso, por supuesto.

            Quizá levantes la vista y veas un par de genocidios, o tres, y se te hiele la sangre. Literal o figuradamente, vete a saber. Así que gracias, políticos, por el entretenimiento. Sois la herramienta fácil de un statu quo perpetuándose a sí mismo.

 

Alberto Martínez Urueña 14-03-2024

 

            PD: para el que le interese, sigo en contra de la amnistía, y Abalos debería dejar de hacer el ridículo y marcharse a su casa, que si no era capaz de controlar a Koldo, no nos vale como líder público. A expensas de que pueda llegar a ser parte judicializada del latrocinio…

lunes, 11 de marzo de 2024

Ruedas de molino demasiado grandes

 

            No voy a engañar a nadie si digo que soy una persona más bien de izquierdas. De hecho, suelo decir que, más que rojo, soy casi negro. Por eso, quizá alguien podría pensar que me resultaría incómodo lanzarme al ruedo a calzón quitado para criticar a un gobierno que se dice socialista y de progreso, pero nada más lejos de la realidad. Sobre todo, porque más allá de tales consideraciones, y desde hace muchos años, soy especialmente crudo cuando se trata de falta de honestidad, de empatía y, sobre todo, de limpieza en los ámbitos públicos. Me tocó vivir el comienzo de la crisis económica del dos mil ocho de lleno y aprendí bastante de aquello. Vi de cerca la tormenta que se desató y cómo el contubernio formado por lo neoliberal –liberal en lo económico, pero profundamente clasista en social– y lo pseudosocialista –socialismo encamado con las élites económicas– dejaba tirados en la cuneta a millones de personas con la excusa de la ortodoxia económica. Bonitas palabras para justificar dos cosas: no coger el dinero de quien lo tiene y no echar a bajo el sistema de paraísos fiscales de los que indirectamente se benefician. Me tocó vivir esa crisis y no tuve ningún reparo en criticar lo que vi, incluida la bajada de pantalones socialdemócrata de ZP y los suyos.

            Hoy nos encontramos en otra situación parecida. Unos hechos innegables y varias posibles interpretaciones de los mismos. Los hechos objetivos: hay una orientación política planteando una medida para solucionar un problema. Hablamos de las medidas políticas del reencuentro y la reconciliación entre dos facciones, primero en Cataluña –no podemos olvidar que la primera ruptura se produjo allí–, y después con el resto del Estado. Y luego tenemos las interpretaciones de por qué se pretenden tomar esas medidas. Hay argumentos favorables al perdón para quienes pretendieron romper el orden constitucional, pues dicen que, de esta manera, se les volvería a acoger en el seno de nuestra democracia y esto favorecería la convivencia. Hay otros argumentos conforme a los que esta medida –la amnistía– no soluciona nada y sólo obedece al momento de oportunidad política en el que Pedro Sánchez necesita votos para mantenerse en La Moncloa. Sería mucho mejor poder entrar en los adentros de nuestros políticos, pero, para desgracia del común de los mortales, la interpretación y valoración de los argumentos no son hechos: son juicios de valor derivados de los mismos y nos obligan a hacer un cierto salto de fe.

            Digo esto porque para mí sería fácil adherirme al argumento de La Moncloa, vendido fresquísimo mañana y noche por tertulianos favorables al presidente del Gobierno y sus adláteres, a la hora de amnistiar a una serie de personas que objetiva y claramente pretendieron echar abajo la Constitución que nos defiende a todos y protege nuestros derechos fundamentales. Sería fácil hacerlo, insisto, pero, si puedo evitarlo, jamás comulgo con ruedas de molino. Si tengo que elegir entre Constitución en toda su extensión y el tema del independentismo y sus delitos, me quedo con la Constitución. ¿Por una cuestión legal o constitucional? Para nada, no soy jurista y no voy a utilizar argumentos de este tipo. No los necesito. Sabemos que hay hechos jurídicamente legales y manifiestamente injustos y viceversa. A mí me interesa otra perspectiva, y por eso, hace tiempo que dije, y lo vuelvo a escribir negro sobre blanco, que no creo que sea legítimo ni justo el derecho de gracia –por más que haya leyes que lo amparen–. Ni las amnistías ni los indultos, salvo muy honrosas excepciones, y, desde luego, jamás a favor de políticos, altos cargos y personalidades públicas. Y mucho menos cuando lo que han pretendido ha sido reventar la Constitución que me garantiza, a mí y a los míos, los derechos fundamentales más básicos.

            Por esto, más allá de las consideraciones legales y, desde luego, tampoco por los posibles juicios de intenciones, para mí, la amnistía es un completo disparate. El diez de octubre del diecisiete, políticos de izquierdas y de derechas, todos ellos con sus ideas y con el derecho constitucional a tenerlas, además de comportarse de una manera manifiestamente contraria a nuestro ordenamiento jurídico, llevaron a cabo actuaciones profundamente injustas, clasistas, ilícitas moralmente y detestables desde el punto de vista democrático. Estaban perfectamente asesorados, sabían sin ningún género de dudas las consecuencias de sus actos y, aun así, persistieron en sus actuaciones. Esto, unido a que el derecho de gracia era esa potestad regia que tenían los monarcas absolutos de perdonar arbitrariamente a quien ellos quisieran y ha sido heredada caprichosamente por quienes han de utilizarla, me lleva a concluir lo expuesto.

            ¿Me creo la lógica esgrimida por La Moncloa? Creo que con esas medidas de gracia se pueden desinflamar los ánimos en Cataluña, eso es cierto. Pero también creo que Pedro Sánchez, en dos mil veintiuno, indultó a los presos que no habían huido con el rabo entre las piernas porque necesitaba sacar adelante sus proyectos legislativos de la pasada legislatura, y creo que, ahora, después de las últimas elecciones, vuelve a necesitar de los votos de alguien implicado en esa jugada del process –un movimiento político profundamente clasista, xenófobo, injusto y pseudofascista que representa todo lo que más detesto del panorama político–, y no ha dudado en tirarse a la piscina. Esto nos llevaría a tener que hablar sobre el coste de no asumir el mando del Gobierno y bien sabemos que éste no es un debate cerrado. ¿Habría sido mejor que gobernase un señor amigo de narcos de la mano de un admirador de genocidas? Esto también es un juicio de intenciones, además de un juego de conjeturas. Muy interesante, desde luego, y del que hablaré en otro momento. Quizá esta opción hubiera sido la más adecuada, o quizá deberíamos haber dejado gobernar a los herederos de Franco, pero este texto iba sobre el daño que produce a nuestros valores constitucionales perdonar delitos a quiénes se vanaglorian de haberles llevado a cabo y se conjuran para volver a repetirlos.

 

Alberto Martínez Urueña 9-03-2024

viernes, 9 de febrero de 2024

Adaptaciones

  Llevo tiempo pretendiendo volver por esta columna que tengo abandonada desde la pandemia. La realidad política se ha convertido en un partido de tenis sin matices de ningún tipo. Para los que huimos de sectarismo y preferimos un análisis fino del contexto en que nos movemos, el discurso de nuestros representantes es un terreno polvoriento y estéril. Tenemos peroratas y noticias que llenan las portadas, convirtiéndose en los problemas acuciantes y las crónicas relevantes. Siempre, el problema territorial en España, problema en el que los partidos principales se niegan a dar una solución negociada y conjunta. En lugar de eso, tenemos el tema de Cataluña y su pretendida independencia. Tenemos la amnistía, derecho de gracia igual que los indultos, en contra de los que siempre he estado y siempre estaré cuando afecten a políticos, líderes sociales y personalidades relevantes. Por supuesto, tenemos todos los líos en los que los partidos políticos nos meten debido a su palmaria incompetencia a la hora de llevar a cabo el mandato de las urnas: representarnos, pero no de cualquier manera, sino para llegar a acuerdos para la sociedad a los que, de otra manera, sería imposible. El Consejo General del Poder Judicial es buen ejemplo de esto.

Sin embargo, gracias a todo el circo, los auténticos problemas, los que te pueden poner en serios aprietos en cualquier momento o que, de hecho, ya les pone a una parte más o menos nutrida de la sociedad, van quedando aparcados. Nada se sabe, salvo que bucees entre los editoriales, las paginas interiores o las secciones digitales, sobre la reclamación de mayores plazas de residencias para personas mayores. Nada se sabe de las necesarias mejoras que se pusieron de manifiesto durante la pandemia. Una vez más, los ancianos quedan silenciados, y no sabemos si les siguen atendiendo mediante un sistema deficitario en personal y, en algunas ocasiones, sometidos a maltratos y con alimentación deficiente. Nada se soluciona, por cierto, o al menos, nada llega, de la mejora comprometida de la sanidad primaria, de las listas de espera para el médico de familia, del tiempo que pueden dedicar a cada paciente.

Los problemas políticos no siempre se corresponden con los problemas ciudadanos. No siempre, y creo que utilizo un eufemismo casi obsceno. Vemos cómo nuestros representantes perseveran en mantener unos modos que convierten la escena pública en un circo romano. O más bien, en un cuadrilátero de lucha libre “ficticia”: uno de esos espectáculos en los que dos facciones malencaradas se insultan previamente antes de empezar a repartir mamporros que, a todas luces para quien esté interesado en mirar, son falsos. Eso sí, un circo vendido a una gran muchedumbre siempre dispuesta a entrar al juego y jalear a los suyos, y convertir una pantomima en una realidad con la que gritar mucho y elevar los niveles de violencia social. Mientras vemos cómo los contendientes se pegan hostias muy bien coreografiadas, olvidamos que hace años que nos vienen advirtiendo de las consecuencias del desastre climático en que ya estamos instalados. Cataluña sufre una sequía rampante, con restricciones de agua… en febrero. Nada se sabe de qué medidas se han adoptado en las últimas décadas para afrontar crisis agudas como ésta, pero también para afrontar una disponibilidad de recursos hídricos cada vez más escasa. Sólo sabemos que, desde la época del Estatuto del dos mil seis, los sucesivos gobiernos autonómicos catalanes se han dedicado en cuerpo y alma al tema del encuadre territorial español, en particular al suyo, pero nada sabemos de cuáles han sido sus medidas para afrontar, entre otros, este problema climático.

No voy a entrar en las cuestiones referentes a la ley de amnistía, a las maniobras de Puigdemont y a todas las marranadas varias que estamos viendo desde el año pasado entre el Gobierno y Junts para conservar los intereses que cada uno tiene en el tema. Hay ríos de tinta escritos en los diarios a gusto de cada lector que se atreva a meterse en esos lares. Yo, de primeras estoy en contra, ya lo he dicho; de segundas, me niego a hacer un mínimo análisis de la sinvergonzonería, para tratar de determinar cuál de todos ellos es más sinvergüenza.

Crisis climática, y ahora los agricultores, con sus problemáticas reales añadidas a las lecturas interesadas que hacen los grupos políticos, siempre prestos a aprovecharse de la desesperación de la gente. Y viendo las condiciones económicas y las circunstancias de las que hablan, con precios de venta paralizados desde hace cuarenta años y costes hiperbólicos, se hace bien entendible que estén bastante cabreados. Lo que no me parece admisible es que, derivado de estas protestas, nos encontremos con sesudos analistas que reclamen un proceso adaptativo al cambio climático más razonable, más lento, para acompasarlo a las necesidades de un sector. Se olvidan mencionar que hace ya como poco cuatro décadas que se sabe la que se nos venía encima con el clima. Cuatro décadas de adaptación suficientemente lenta como para parecer inexistente. Y todavía piden mayor lentitud…


Alberto Martínez Urueña 09-02-2024

jueves, 9 de noviembre de 2023

Sobre amnistías

De vez en cuando no viene mal volver por estos lares y dejar algún comentario. O quizá una reflexión un poco más profunda y extensa. Con el tema de la amnistía, diré que, al igual que con la DUI y con los indultos, estoy radicalmente en contra de que se produzcan. Por varios motivos. El primero de ellos es porque creo en una democracia real y radical en el sentido más griego del término. Es cierto que vivimos en una democracia representativa y que los cauces están establecidos con una serie de normativa. Esta normativa, no obstante, no rompe con esa idea democrática: la propia Constitución es fruto de un consenso democrático. No estoy diciendo con ello que la amnistía sea inconstitucional. No son experto constitucionalista y no me corresponde determinar tal cuestión: para eso está el Tribunal Constitucional y, del mismo modo que no estuve de acuerdo con la sentencia sobre los estados de alarma, la respeté, no por creer en ella (me convencían más los votos particulares; hay extensos análisis por internet al respecto, no es que yo entienda del tema), sino porque el orden constitucional indica que estas son las normas del juego.

En segundo lugar, estoy en contra de la capacidad del poder ejecutivo para conceder indultos a políticos o personajes públicos o poderosos. Mucho más, para conceder amnistías a políticos o a personajes públicos o poderosos. Estaría a favor, analizando caso por caso, si habláramos de personas desconocidas que cometieron un error, que se han arrepentido y que han rehecho su vida (típico caso de quien roba para dar de comer a sus hijos o errores de juventud que se juzgan diez años más tarde y en los que no hubo delitos de sangre, por poner algún ejemplo).

En tercer lugar, porque, a pesar de que pueda creer que la Constitución ha de ser modificada en determinados aspectos (no soy monárquico, pero mucho menos creo que el heredero de la corona deba ser preferiblemente varón), y a pesar de creer que nuestro Estado de Derecho es susceptible de mejora, ambos forman las dos barreras que nos protegen de la ley de la selva que los neofascistas querrían imponernos. Sólo el imperio de la ley impide que guerrillas urbanas se autoerijan como “defensores” de la patria e instauren un régimen político basado en la imposición y la violencia. Cuando Abascal dice públicamente que se han dictado órdenes ilegales e insta a nuestras Fuerzas y Cuerpos de Seguridad a elegir qué ordenes consideran ellos ilegales y, por lo tanto, considerarse legitimados para desobedecerlas, está afirmando que ya se han producido y está dado pie a que en el futuro sean funcionarios públicos quienes discriminen de manera arbitraria qué órdenes cumplen y o no. Esto está dentro de nuestras obligaciones, pero sólo en casos palmarios, no en mitad de una algarada callejera.

Pero ojo, no estoy en contra de la amnistía por ninguno de los argumentos que esgrime la derecha española sobre la ruptura del orden constitucional, ni por la ruptura de la nación ni nada parecido. Debo respetar, como así hago, el amor inquebrantable que profesa un grupo de mis conciudadanos por España. Por su noción de lo que es España. Pero, ni yo profeso ese amor inquebrantable por la patria ni tengo la misma noción de España que defienden ellos. Yo siento una gran afinidad por España, pero no por la noción de esa España de la que hablan. No tengo ningún problema en que la organización administrativa cambie, dado que, para mí, las fronteras y distribución de competencias no es más que una forma como otra cualquiera de gestionar la socioeconomía de una determinada región. No tengo ningún problema en que, en tal o cual región, la mayoría democrática decida entenderse en un idioma, en otro o en tres al mismo tiempo: Suiza en su conjunto tiene cuatro idiomas oficiales, unos más hablados que otros en según qué regiones. No siento atacado mi idioma ni mi acervo cultural por estas disquisiciones.

Quizá sea porque considero que la parte relevante no va de fronteras ni de idiomas, ni tampoco de opciones culturales ni morales. Las dos primeras las considero opciones de organización administrativa; las dos segundas las considero opciones individuales en donde nadie debe meterse. Considero que la parte relevante va de personas. Del aspecto material de las personas, que es donde los Estados modernos deben entrar: no en vano, son los aspectos que pueden influir de manera determinante en las posibilidades de cada individuo a la hora de labrarse un futuro. Creo que los Estados modernos están para garantizar que cualquiera de sus ciudadanos, nazca en el barrio de Salamanca, o nazca en un pueblo de montaña, o en una barriada arrasada por la pobreza, tengan las mismas posibilidades de progresar en esta sociedad y, con este progreso, colaborar en hacer una sociedad más cohesionada. Porque, en realidad, creo en el Estado Democrático y Derecho porque es el modelo que de mejor manera garantiza la paz social y la estabilidad económica. Y, además, porque la Constitución obliga a garantizarlos en muchos de sus artículos.


Alberto Martínez Urueña 9-11-2023

jueves, 20 de julio de 2023

La negociación, la imposición y la mentira

  Es triste, pero es así. Los seres humanos hemos de aceptar que la mentira forma parte de nuestra vida. Solamente unos pocos valientes, o necios, o kamikazes, están dispuestos a ser completamente transparentes para las personas que les rodean. Y me explico. La sinceridad que expone el núcleo más íntimo de la persona frente a cualquier persona que se le acerque no es valentía ni coraje: es temeridad. En el ámbito de cualquiera de nosotros hay reductos en donde no debes dejar entrar a nadie, pero en donde que tampoco debe haber nadie que quiera entrar. Miedos, pequeñas incongruencias, vicios personales, pequeñas debilidades (o grandes) no tienen por qué ser expuestas.

Es cosa diferente en la vida pública. Algunas de nuestras decisiones pueden afectarnos a nosotros solos (en realidad esto sería una completa majadería, siempre afectan a alguien), pero otras muchas afectan y condicionan la vida de las personas que nos rodean. Si somos encargados de gestionar una empresa, o un servicio público, nuestras decisiones de carácter económico deberán ser juzgadas, sin lugar a dudas. Y no digo ya si somos elegidos como representantes de otros: nuestra esfera privada se va a ver reducida a la mínima expresión. ¿Por qué? Precisamente por esa representatividad que asumimos. Nadie nos obliga, es una decisión libérrima de nuestra voluntad y debemos asumir sus consecuencias. El escrutinio será feroz.

Por desgracia para los representados, debemos entender dos cosas. La primera de ellas es qué es lo que estamos delegando en estas personas. No estamos delegando, en principio, el poder de imponer nuestras voluntades y modelos sociales al resto de conciudadanos y vecinos; estamos delegando la capacidad para negociar y mediar con quienes opinan diferente. La democracia representativa se configura como un modelo alternativo a la democracia directa por dos motivos: uno de ellos viene de la imposibilidad de negociar todas las materias de gestión y organización del Estado entre 47 millones de personas que somos en España; el segundo motivo es que hay materias en las que se necesita ser experto, o se necesita consultar a los expertos, para poder alcanzar pactos satisfactorios y que no generen más problemas de los existentes.

¿Cuál es la segunda cuestión que, creo, debemos entender los representados? Que nuestros representantes a veces no hacen lo que nos han prometido. A veces mienten, por supuesto. Otras veces, no aplican los contenidos de sus programas electorales.  Es labor nuestra analizar por qué sucede esta anomalía. A mi modo de ver, puede ser porque desde el principio tuvieran decidido no cumplir, y aquí estaríamos hablando de intereses ocultos y mentiras. Otra posibilidad viene determinada porque los procesos de negociación exigen cesiones programáticas para encontrar acuerdos con los representantes de otros ciudadanos que, al igual que nosotros, tienen el mismo derecho de ser representados (o de montar un partido si cree que ninguno de los existentes representa sus ideas fundamentales). No podemos olvidar, y esto lo hacen de manera sistemática todos los políticos, que las personas que se reúnen en el hemiciclo no están ahí para sí mismos, ni representándose únicamente a sí mismos, ni hablando solamente de sus intereses: a través de ellos se está manifestando, tal y como indica la Constitución, la voluntad soberana del pueblo español.

El filtro que debemos aplicar a la hora de elegir quién va a llevar a cabo esa tarea de negociación en nuestro nombre es multivariable, debemos considerar varias cuestiones para poder llevar a cabo un voto adecuado. Pero una de las cuestiones que nadie debería pretender con su voto es lograr que se aplicasen el cien por cien de sus ideas. Eso no es una sociedad, eso es una distopía en la que quedas tú como última persona sobre La Tierra. Y en el caso de que algún partido político lo pretenda hacer de manera efectiva, es un enemigo de la democracia.


Alberto Martínez Urueña 20-07-2023