Una de las
ventajas, no ya de ganar una guerra, que por supuesto, sino de tener el poder
económico y, por tanto, los poderes mediático y bélico, es que puedes decidir quiénes
son los buenos y quiénes son los malos. Esto está bien, porque la frase de que
en la guerra no hay buenos ni malos me parece una falta de respeto, por ejemplo,
a la resistencia francesa durante la segunda guerra mundial. Me parecería una
falta de respeto incluso en situaciones de revueltas callejeras o movimientos
de desobediencia civil como las protestas de Rosa Park o Martin Luther King,
Jr. Ya sé que hay que ser muy respetuoso con las leyes; por suerte, en nuestro
pasado, surgieron líderes que decidieron desobedecerlas: sin ellos, seguiríamos
trabajando los siete días de la semana y las mujeres seguirían sin derecho de
voto.
Ser de los buenos,
cuando hablamos de guerra, te permite fijar el contexto y determinar qué hechos
o circunstancias condicionaron el inicio de las hostilidades, magnificando tu
derecho al uso de una determinada violencia y minimizando las razones de tu
oponente. Llegado el momento, puedes generar normativa para reprimirlo o silenciarlo;
incluso, puedes generar movimientos educativos y culturales en los que se
introduzca la superioridad de tu grupo, ya sea superioridad moral, de raza, de
género, etcétera, y silenciar al “enemigo” se convierta en un imperativo ético.
El conflicto que
persiste en Oriente Próximo desde el siglo XIX – como poco – nos ha obligado a tomar
posición, ya sea en términos de bandos, lógicas, motivos históricos, de raza,
de religión… Es complicado no caer en un grupo o en otro y adquirir posiciones
monolíticas. El problema de la clasificación en conjuntos estancos es que sólo
se puede estar en uno de los recipientes, no hay posibilidad de medidas equidistantes.
En todo caso, no estoy escribiendo esto para tratar de mover la opinión de
ninguno de vosotros.
Me preocupa más
cómo se instalan en el ideario de cada persona la idea del odio y el deseo de
venganza. Cómo se legitima el derecho de unos a utilizar incluso la violencia
más brutal para agredir al otro que, según esa posición monolítica, es
responsable de todos los males y causante del conflicto.
Vivimos rodeados
de mensajes publicitarios de todo tipo. Tenemos los mensajes publicitarios que
pretenden vendernos una larga ristra de productos, y hoy no voy a entrar en cómo
manipulan nuestros deseos, transformándolos en necesidades. Tenemos también los
mensajes publicitarios que pretenden vendernos una historia, un relato, que trata
de explicar la realidad según unos parámetros que se ajusten a nuestra propia
concepción de la realidad para justificárnosla. Pagamos por legitimar nuestra
visión del mundo. Como contraprestación, no pagamos – al menos directamente –
un precio monetario, sino que lo hacemos con una adhesión a quien nos proporciona
esa legitimación. Pero no sólo es eso: con esa historia también tratan de reiniciar
y recablear de manera diferente nuestra percepción de la realidad, introduciendo
en nuestra psique, no una realidad, porque esta es inmutable, sino una visión
de la realidad determinada. La situación actual en occidente, mostrada en caída
libre tanto en aspectos económicos como éticos, no es una visión de realidad
correcta; al menos desde mi punto de vista. La visión actual en determinados conflictos
bélicos que hoy en día copan todas las portadas quizá no sea tan simple como nos
pretenden hacer ver.
A mí no me han
interesado nunca esa clase de bandos. Ni israelíes ni gazatíes. Ni rusos ni
ucranianos. Creo que hemos de ver personas individuales, no cifras, aunque ofrezcan
la medida de una tragedia; pero, si tengo que elegir bando, sería el de quien está
entre las balas que disparan unos y los misiles que disparan los otros. Yo soy
de ese bando, el de la gente que no quiere odiar ni vengarse. Si un mensaje
publicitario me inocula una mínima ración de odio hacia alguien que no conozco,
lo deshecho. Soy del bando de quien no quiere acudir a una guerra a matar a
alguien que no conoce de nada y que sólo quiere vivir tranquilo con lo
necesario para que esa vida reúna unas condiciones de dignidad cuanto más
amplias mejor.
Hay mucha
información a mi alrededor hablando de peligros que llegan de gente anónima y de
quien debo defenderme y atacar antes de que me ataquen. No soy ningún buenista,
sé que existen los riesgos, como cuando volvía andando yo solo a casa de madrugada,
pero creo que hay una corriente que me impele a desconfiar por sistema, y más
si el color de piel es distinto, o el idioma suena a eslavo, o el aspecto es de
pobre. Y creo que me quieren dentro de uno de los dos bandos, el de los buenos
o el de los malos. Por supuesto que hay bandos de los buenos y bandos de los
malos; sin embargo, me permito dos cosas. En primer lugar, establecer yo mismo
los parámetros y huir de generalizaciones que no resisten un análisis mínimamente
profundo. Y en segundo lugar, no despersonalizar a los que se encuentran en el
contrario para legitimar su represión, su desaparición o incluso su exterminio.
Alberto Martínez Urueña 08-10-2025

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