Siempre he rehuido del fenómeno fan: me parece absolutamente ridículo endiosar a una persona porque sea muy capaz en algún aspecto técnico o artístico de la vida. Porque sea capaz de entresacar las emociones más potentes que con el arte se pueden lograr. No te digo ya cuando, en lugar de arte, hablamos de entretenimiento, o productos específicamente pensados para gustar a un grupo objetivo. Hay un gran debate soterrado en redes sociales – y por suerte también en conversaciones entre personas reales – sobre cuál es el verdadero sentido del arte, sobre su verdadera esencia. No es tanto, desde mi punto de vista, el contenido de la obra; antes bien, depende de factores subjetivos sobre los que pocos podremos realizar afirmaciones taxativas. En realidad, siempre desde mi punto de vista, el arte tiene que requerir una serie de características para separarse del simple producto hecho para su consumo de masas.
Primero, no puede
haberse concebido, ya desde su génesis, como algo creado para gustar a cuanta
más gente mejor; o, dicho de otra manera, para maximizar las ventas. Eso, que
es perfectamente legítimo en el mundo de la economía y de la teoría de la
utilidad, no es arte. El arte exige de una labor del introspección profunda,
consciente o inconsciente, por parte del artista; un ejercicio de atravesar las
apariencias y la superficie para entresacar la parte compleja y completa de su
propio ser, con todas sus capas y sus incoherencias – nunca os olvidéis de que
el ser humano es incoherente por definición, y está bien que así sea –.
Además, el arte puede
tener la vocación de ser transmitido de alguna forma, pero no de cualquier
forma: el soporte es igual de importante que la intención con que se expresa. Y
no exijo que sea especialmente elaborado, churrigueresco o alambicado. Sin
duda, debe presentar un formato que sea coherente con el contexto en el que se
ha creado: que los escritores del siglo veintiuno escribiesen como los del
siglo de oro sería ridículo y anacrónico. Sin embargo, actualizar los cánones
conforme a los cuales la expresión artística surge y se expresa no significa
desposeerla por completo de su riqueza de matices y detalles. Son esos matices
y detalles los que convierten un simple discurso deslavazado, incoherente e
inconexo en un texto trabajado y capacitado para llegar al lector y
entresacarle de las tripas las emociones que el artista intentó transmitir.
Esto me ha venido
a la cabeza por un par de noticias: el colapso en el centro de Madrid por la
publicación del último trabajo de Rosalía y la entrada en prisión de Zarkosy. Con
respecto a la primera, no miento si os digo que no es un tipo de música que a
mí me guste, pero hago caso a personas que de esto saben más que yo y afirman
que tiene más capas, complejidad y desarrollo de lo que en un principio parece.
¿Eso justifica correr detrás de ella por el centro de Madrid, gritándola y
llorando por obtener una mirada suya? La segunda noticia, la de Zarkosy, nos
lleva de nuevo a esas imágenes de personajes notorios a los que se mete en
prisión, o se condena por cualquier delito. En sus comparecencias públicas, ya
sea saliendo del juzgado con la etiqueta de culpable, ya sea entrando en prisión,
son rodeados de afines que claman por su inocencia o incluso justifican su
delito; no porque el delito sea justificable, sino porque consideran más
importante la intocabilidad del sujeto admirado.
Considerando estos
casos y otros muchos parecidos, y uniéndolos con la corriente social y
económica que nos envuelve a todos y a toda nuestra idiosincrasia, forma de
pensar y de guiarnos, todos ellos son reflejo de una realidad más amplia.
¿Cuántas veces en los últimos días habéis recibido el mensaje de que la cosa
está muy mala; cuántas, que el mundo – al menos el occidental – se va a la
mierda; y cuántas, que la culpa es de tal o cual ajeno, pero nunca de los
propios? Los propios, para muchos, son famosos que no hacen por nuestra
sociedad más que divertirnos con productos pensados para gustarnos, como la más
vulgar de las drogas; los propios, para otros muchos, son los que les lideraron,
pero que han sido pillados en comportamientos inmorales o incluso delictivos.
Los referentes que
admiramos, ya sean personas o cosas, hablan de nosotros mismos. No de la
sociedad, sino de cada uno. Aunque la sociedad sea la suma de un montón de
decisiones tomadas al unísono, a mí me interesa el individuo; sobre todo,
cuando es capaz de definirse más allá de lo que le han dicho que debe ser. Que la
sociedad en la que vivimos pueda estar en decadencia – ese sería otro debate,
quizá sólo es una evolución a otra cosa diferente – viene determinado por las
valoraciones y ponderaciones que hacen las personas de las cosas que tienen a
su alrededor, de la contraposición de derechos y obligaciones propias, pero
también de la ponderación que hacemos de los derechos entre sí, y también de
los deseos.
En una sociedad
narcisista como la que ha creado este sistema socioeconómico en el que vivimos,
no podemos sorprendernos porque los valores que echamos de menos para guiarnos parezcan
desaparecidos. Yo estudié economía y, sin considerarme un experto, recuerdo la
teoría sobre la utilidad del consumidor individual, y me parece una absoluta
maravilla. Indica que las personas elegimos aquello que más valoramos y, sin
ánimo de parecer estúpido diciendo obviedades, hay que entender que es esto es
una genialidad porque habla de las ponderaciones que hacemos entre los
productos que consumimos: qué valoramos más, qué valoramos menos y qué
aborrecemos. El problema de la sociedad actual no es la falta de valores en sí
misma; en realidad, es un problema de ponderación. Por desgracia para nosotros,
los hechos empíricos indican que, de manera agregada, valoramos en gran medida
dos cosas: la satisfacción inmediata de nuestras pulsiones y la comodidad que
nos permite ahorrar esfuerzos. Y de manera individual, también por desgracia, valoramos
mucho menos, de manera agregada, mantener nuestros valores más allá de los
resultados de mantenernos firmes.
