martes, 21 de octubre de 2025

El fenómeno fan

             Siempre he rehuido del fenómeno fan: me parece absolutamente ridículo endiosar a una persona porque sea muy capaz en algún aspecto técnico o artístico de la vida. Porque sea capaz de entresacar las emociones más potentes que con el arte se pueden lograr. No te digo ya cuando, en lugar de arte, hablamos de entretenimiento, o productos específicamente pensados para gustar a un grupo objetivo. Hay un gran debate soterrado en redes sociales – y por suerte también en conversaciones entre personas reales – sobre cuál es el verdadero sentido del arte, sobre su verdadera esencia. No es tanto, desde mi punto de vista, el contenido de la obra; antes bien, depende de factores subjetivos sobre los que pocos podremos realizar afirmaciones taxativas. En realidad, siempre desde mi punto de vista, el arte tiene que requerir una serie de características para separarse del simple producto hecho para su consumo de masas.

            Primero, no puede haberse concebido, ya desde su génesis, como algo creado para gustar a cuanta más gente mejor; o, dicho de otra manera, para maximizar las ventas. Eso, que es perfectamente legítimo en el mundo de la economía y de la teoría de la utilidad, no es arte. El arte exige de una labor del introspección profunda, consciente o inconsciente, por parte del artista; un ejercicio de atravesar las apariencias y la superficie para entresacar la parte compleja y completa de su propio ser, con todas sus capas y sus incoherencias – nunca os olvidéis de que el ser humano es incoherente por definición, y está bien que así sea –.

            Además, el arte puede tener la vocación de ser transmitido de alguna forma, pero no de cualquier forma: el soporte es igual de importante que la intención con que se expresa. Y no exijo que sea especialmente elaborado, churrigueresco o alambicado. Sin duda, debe presentar un formato que sea coherente con el contexto en el que se ha creado: que los escritores del siglo veintiuno escribiesen como los del siglo de oro sería ridículo y anacrónico. Sin embargo, actualizar los cánones conforme a los cuales la expresión artística surge y se expresa no significa desposeerla por completo de su riqueza de matices y detalles. Son esos matices y detalles los que convierten un simple discurso deslavazado, incoherente e inconexo en un texto trabajado y capacitado para llegar al lector y entresacarle de las tripas las emociones que el artista intentó transmitir.

            Esto me ha venido a la cabeza por un par de noticias: el colapso en el centro de Madrid por la publicación del último trabajo de Rosalía y la entrada en prisión de Zarkosy. Con respecto a la primera, no miento si os digo que no es un tipo de música que a mí me guste, pero hago caso a personas que de esto saben más que yo y afirman que tiene más capas, complejidad y desarrollo de lo que en un principio parece. ¿Eso justifica correr detrás de ella por el centro de Madrid, gritándola y llorando por obtener una mirada suya? La segunda noticia, la de Zarkosy, nos lleva de nuevo a esas imágenes de personajes notorios a los que se mete en prisión, o se condena por cualquier delito. En sus comparecencias públicas, ya sea saliendo del juzgado con la etiqueta de culpable, ya sea entrando en prisión, son rodeados de afines que claman por su inocencia o incluso justifican su delito; no porque el delito sea justificable, sino porque consideran más importante la intocabilidad del sujeto admirado.

            Considerando estos casos y otros muchos parecidos, y uniéndolos con la corriente social y económica que nos envuelve a todos y a toda nuestra idiosincrasia, forma de pensar y de guiarnos, todos ellos son reflejo de una realidad más amplia. ¿Cuántas veces en los últimos días habéis recibido el mensaje de que la cosa está muy mala; cuántas, que el mundo – al menos el occidental – se va a la mierda; y cuántas, que la culpa es de tal o cual ajeno, pero nunca de los propios? Los propios, para muchos, son famosos que no hacen por nuestra sociedad más que divertirnos con productos pensados para gustarnos, como la más vulgar de las drogas; los propios, para otros muchos, son los que les lideraron, pero que han sido pillados en comportamientos inmorales o incluso delictivos.

            Los referentes que admiramos, ya sean personas o cosas, hablan de nosotros mismos. No de la sociedad, sino de cada uno. Aunque la sociedad sea la suma de un montón de decisiones tomadas al unísono, a mí me interesa el individuo; sobre todo, cuando es capaz de definirse más allá de lo que le han dicho que debe ser. Que la sociedad en la que vivimos pueda estar en decadencia – ese sería otro debate, quizá sólo es una evolución a otra cosa diferente – viene determinado por las valoraciones y ponderaciones que hacen las personas de las cosas que tienen a su alrededor, de la contraposición de derechos y obligaciones propias, pero también de la ponderación que hacemos de los derechos entre sí, y también de los deseos.

            En una sociedad narcisista como la que ha creado este sistema socioeconómico en el que vivimos, no podemos sorprendernos porque los valores que echamos de menos para guiarnos parezcan desaparecidos. Yo estudié economía y, sin considerarme un experto, recuerdo la teoría sobre la utilidad del consumidor individual, y me parece una absoluta maravilla. Indica que las personas elegimos aquello que más valoramos y, sin ánimo de parecer estúpido diciendo obviedades, hay que entender que es esto es una genialidad porque habla de las ponderaciones que hacemos entre los productos que consumimos: qué valoramos más, qué valoramos menos y qué aborrecemos. El problema de la sociedad actual no es la falta de valores en sí misma; en realidad, es un problema de ponderación. Por desgracia para nosotros, los hechos empíricos indican que, de manera agregada, valoramos en gran medida dos cosas: la satisfacción inmediata de nuestras pulsiones y la comodidad que nos permite ahorrar esfuerzos. Y de manera individual, también por desgracia, valoramos mucho menos, de manera agregada, mantener nuestros valores más allá de los resultados de mantenernos firmes.

 

Alberto Martínez Urueña 21-10-2025

miércoles, 8 de octubre de 2025

Buenos y malos

 

            Una de las ventajas, no ya de ganar una guerra, que por supuesto, sino de tener el poder económico y, por tanto, los poderes mediático y bélico, es que puedes decidir quiénes son los buenos y quiénes son los malos. Esto está bien, porque la frase de que en la guerra no hay buenos ni malos me parece una falta de respeto, por ejemplo, a la resistencia francesa durante la segunda guerra mundial. Me parecería una falta de respeto incluso en situaciones de revueltas callejeras o movimientos de desobediencia civil como las protestas de Rosa Park o Martin Luther King, Jr. Ya sé que hay que ser muy respetuoso con las leyes; por suerte, en nuestro pasado, surgieron líderes que decidieron desobedecerlas: sin ellos, seguiríamos trabajando los siete días de la semana y las mujeres seguirían sin derecho de voto.

            Ser de los buenos, cuando hablamos de guerra, te permite fijar el contexto y determinar qué hechos o circunstancias condicionaron el inicio de las hostilidades, magnificando tu derecho al uso de una determinada violencia y minimizando las razones de tu oponente. Llegado el momento, puedes generar normativa para reprimirlo o silenciarlo; incluso, puedes generar movimientos educativos y culturales en los que se introduzca la superioridad de tu grupo, ya sea superioridad moral, de raza, de género, etcétera, y silenciar al “enemigo” se convierta en un imperativo ético.

            El conflicto que persiste en Oriente Próximo desde el siglo XIX – como poco – nos ha obligado a tomar posición, ya sea en términos de bandos, lógicas, motivos históricos, de raza, de religión… Es complicado no caer en un grupo o en otro y adquirir posiciones monolíticas. El problema de la clasificación en conjuntos estancos es que sólo se puede estar en uno de los recipientes, no hay posibilidad de medidas equidistantes. En todo caso, no estoy escribiendo esto para tratar de mover la opinión de ninguno de vosotros.

            Me preocupa más cómo se instalan en el ideario de cada persona la idea del odio y el deseo de venganza. Cómo se legitima el derecho de unos a utilizar incluso la violencia más brutal para agredir al otro que, según esa posición monolítica, es responsable de todos los males y causante del conflicto.

            Vivimos rodeados de mensajes publicitarios de todo tipo. Tenemos los mensajes publicitarios que pretenden vendernos una larga ristra de productos, y hoy no voy a entrar en cómo manipulan nuestros deseos, transformándolos en necesidades. Tenemos también los mensajes publicitarios que pretenden vendernos una historia, un relato, que trata de explicar la realidad según unos parámetros que se ajusten a nuestra propia concepción de la realidad para justificárnosla. Pagamos por legitimar nuestra visión del mundo. Como contraprestación, no pagamos – al menos directamente – un precio monetario, sino que lo hacemos con una adhesión a quien nos proporciona esa legitimación. Pero no sólo es eso: con esa historia también tratan de reiniciar y recablear de manera diferente nuestra percepción de la realidad, introduciendo en nuestra psique, no una realidad, porque esta es inmutable, sino una visión de la realidad determinada. La situación actual en occidente, mostrada en caída libre tanto en aspectos económicos como éticos, no es una visión de realidad correcta; al menos desde mi punto de vista. La visión actual en determinados conflictos bélicos que hoy en día copan todas las portadas quizá no sea tan simple como nos pretenden hacer ver.

            A mí no me han interesado nunca esa clase de bandos. Ni israelíes ni gazatíes. Ni rusos ni ucranianos. Creo que hemos de ver personas individuales, no cifras, aunque ofrezcan la medida de una tragedia; pero, si tengo que elegir bando, sería el de quien está entre las balas que disparan unos y los misiles que disparan los otros. Yo soy de ese bando, el de la gente que no quiere odiar ni vengarse. Si un mensaje publicitario me inocula una mínima ración de odio hacia alguien que no conozco, lo deshecho. Soy del bando de quien no quiere acudir a una guerra a matar a alguien que no conoce de nada y que sólo quiere vivir tranquilo con lo necesario para que esa vida reúna unas condiciones de dignidad cuanto más amplias mejor.

            Hay mucha información a mi alrededor hablando de peligros que llegan de gente anónima y de quien debo defenderme y atacar antes de que me ataquen. No soy ningún buenista, sé que existen los riesgos, como cuando volvía andando yo solo a casa de madrugada, pero creo que hay una corriente que me impele a desconfiar por sistema, y más si el color de piel es distinto, o el idioma suena a eslavo, o el aspecto es de pobre. Y creo que me quieren dentro de uno de los dos bandos, el de los buenos o el de los malos. Por supuesto que hay bandos de los buenos y bandos de los malos; sin embargo, me permito dos cosas. En primer lugar, establecer yo mismo los parámetros y huir de generalizaciones que no resisten un análisis mínimamente profundo. Y en segundo lugar, no despersonalizar a los que se encuentran en el contrario para legitimar su represión, su desaparición o incluso su exterminio.

 

Alberto Martínez Urueña 08-10-2025