lunes, 28 de noviembre de 2016

Libertades y sus detractores


            El concepto de libertad es uno de esos bonitos palabros que la gente se lleva a la boca con demasiada frecuencia, pensando que tienen muy clarito lo que quieren decir. Cuando digo gente, estoy hablando de ti, querido lector, pero también de mí, que te escribo con toda la libertad conceptual de la que soy capaz. Para esta condición del individuo hay tantas posibles perspectivas como escuelas de pensamiento ha habido en la corta historia de nuestra humanidad, y posiblemente, haya otras muchas variantes que no han conseguido alcanzar la fama.

            ¿Qué es la libertad? ¿Un statu quo en donde el individuo puede decir de manera absolutamente libre qué es lo que quiere hacer? Desde el primer momento os diré que eso es algo tan imposible como la reencarnación hindú: puede que exista, pero no hay pruebas fehacientes de ello. No hay hechos contrastados que demuestren su veracidad, y la creencia de millones no legitima nada de nada. Podemos partir, por tanto, de que somos seres condicionados. Y sólo están los condicionantes que conocemos, sino que en realidad, los relevantes son los otros. Recientes estudios empíricamente demostrables indican que los estímulos que recibimos por segundo rondan los varios millones. No es coña, y no es una errata. Millones por segundos. De todos ellos, nuestra parte consciente sólo aglutina unos pocos. ¿Qué pasa con el resto? El resto se acumulan en nuestro inconsciente, subconsciente, o como queráis llamarlos. Esto, lo siento por quien no quiera aceptarlo, o por quien sufra por ello, nos convierte cada vez más y con mayor certeza en auténticas hojas movidas por el viento.

            La libertad absoluta en el sentido más propio de la frase es ridícula para el común de los mortales. Sin embargo, nos vemos abocados a analizar qué concepto aplicamos a las relaciones sociales, y así articular conceptos tales como la dignidad humana y su derecho a guiar su propia existencia de acuerdo a sus decisiones. Hasta qué punto hay que respetar esa libertad a tomar las propias decisiones y dónde entra en funcionamiento el consenso social que permite limitarlas. Aquí es donde hemos de encontrar puntos de encuentro. Hay otras nociones de libertad, más personales y que atañen a la libertad interior de cada uno de nosotros, libertades que se consiguen a través del profundo trabajo personal que realice la persona, pero eso es material para otro texto.

            Hasta dónde llegar y hasta dónde no, pero también en qué materias. En la misma legislatura, la pasada, Mariano amplió las libertades de los empresarios para despedir a diestro y siniestro en aras de fomentar la flexibilidad del mercado de trabajo, pero pretendió prohibir la libertad de las mujeres para decidir sobre el aborto, prohibió las concentraciones delante de las Cortes Generales, los escraches… Algunas religiones argumentan que el ser humano únicamente es libre cuando sigue la doctrina marcada por sus líderes, y que fuera de ella, el hombre es un esclavo sin dirección, sujeto a los condicionantes de la carne y el pecado. Otras ideologías optan por la libertad absoluta del individuo y creen en la desregulación absoluta de los lugares de relación, como puedan ser los mercados. Cuestiones tales como que la libertad de uno llega hasta donde acaba la del otro no les afecta lo más mínimo en una aplicación literal de la selección natural del más fuerte –y la defenestración de los débiles, aunque eso lo obvian–. Quiero decir que todo lo relacionado con la libertad está repleta de matices.

            Es necesario entrar a analizar matices –que es donde está el diablo aunque nuestros políticos se olviden del detalle– sobre la mayor o menor libertad según el caso del que estemos hablando. Sin embargo, hay principios que se entienden por encima del resto, como es el derecho a la vida, a la dignidad, a la libertad personal, a la justicia objetiva… Precisamente, también por eso, hay regímenes políticos que, per se, son despreciables y no deberían ser tenidos en cuenta como posibilidades. Dentro de ellos, se encuentran, por supuesto y por encima de todos, las dictaduras. Las dictaduras no son derechas o de izquierdas por mucho que haya mucho mentecato cogiéndosela con papel de fumar, catalogándolas en un sentido o en otro. Esto no es así desde el momento en que cualquier desarrollo dialéctico que las defienda, antepone ideas a personas, y eso es un disparate. Por eso, no hay diferencias entre, Hitler, Mussolini, Stalin, Mao, los Kim, Pol Pot, o cualquiera de los nombres que aparecen en la Wikipedia dentro de la categoría dictadores, incluido nuestro nefasto Franco.

            Independientemente de la ideología que utilizasen y mancillasen para llegar al poder, y también con independencia de los motivos de las guerras que protagonizaron, ninguno de ellos es un gran hombre. Fidel murió en la cama, como lo hizo Paco –esa desgracia tuvimos, y esa desgracia tienen ellos–, y al margen de que ambos dijeran que todas sus barbaridades fueron por el pueblo, y a pesar de que la diosa Fortuna les otorgase algún acierto, lo importante es que fueron dictadores que se pasaron por la piedra a millones de seres humanos sin que se les torciese el gesto. Y eso es injustificable, por mucho amor a la patria que le tengas.

 

Alberto Martínez Urueña 28-11-2016

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Las pensiones en 2016


  

            Uno de los principales males endémicos, sino el principal, de nuestra política ibérica es la visión cortoplacista de nuestros representantes. Al margen de que las grandes promesas electorales siempre se quedan en agua de borrajas, el panorama que contemplan desde sus escaños y desde sus ministerios únicamente alcanza a cuatro años vista. Las grandes obras que inicie un ejecutivo serán inauguradas por otro, es cierto, pero aun así se hacen algunas porque no queda más remedio que construir carreteras; sin embargo, son mucho más olvidadas las medidas que no son mediáticas porque no sirven para ganar votos. Así, año tras año y legislatura tras legislatura, España sigue sin una verdadera reforma de la administración pública, sin una consolidación y estructuración sensata del sistema territorial, sin un sistema de corresponsabilidad en la financiación administrativa, sin una planificación hidrológica coherente… Ni qué hablar de la Educación, los problemas derivados de una Sanidad departamentalizada por territorios o los controles de gasto público llevados a cabo por tantas intervenciones nacionales, autonómicas y locales como organismos de ese tipo existan dentro del Estado. Organismos, por cierto, que distan mucho de la idea de independencia que muchos tendréis, amén de no tener nada que ver con el concepto de independencia que tienen en los países de nuestro entorno. Y no hablo de África.

            De los problemas con respecto a la necesidad de incrementar el control que se hace sobre los usos del dinero público –de lo que entiendo un poco– hablaré en otro momento. Hoy quería comentaros, sin embargo, que después de varios años de dejación y olvido, se ha vuelto a reunir aquello que se llamó Pacto de Toledo. Lo de las pensiones. Ese aspecto de la economía que tanto nos afecta y que sería el epítome perfecto de lo que os contaba el párrafo anterior. A las pensiones les afecta todo lo que le puede afectar a una de las vertientes del gasto en este país: sector predominantemente dominado por el votante de derechas, temática complicada cuyos aspectos importantes no son mediáticos –y cuando lo son, es para echarse a temblar, como lo del fin de la hucha de las pensiones– y cuyos factores determinantes afectan a políticas poco conocidas –políticas activas y pasivas de empleo– o a políticas a muy largo plazo de las que son condenadas reiteradamente al olvido por la visión cortoplacista, cicatera y cobarde de todos los Ejecutivos que han sido en nuestra piel de toro. Políticas a muy largo plazo como son, de las mencionadas anteriormente, la Educación, la Sanidad –conviene prevenir antes que curar–; pero también, otras muchas.

            En España maltratamos como nadie el sector de la I+D+i. Somos un país capaz de retroceder quince años en esa materia sin torcer gesto, sin entender la relevancia que tiene para nuestro sector productivo. Otro de los sectores a los que ni miramos, precisamente, es a nuestro sector productivo, poco diversificado y dominado por la cultura empresarial de la horariocracia –esto no es mío, pero me hace gracia– y el caciquismo que arrastramos desde tiempos del Quijote. Dominados como estamos por ese concepto, cualquier política que se pretenda hacer respecto a la cuestión demográfica es papel mojado. Una sociedad en la que una mínima estabilidad económica se consigue a partir de los treinta y cinco tacos –el que lo consigue– y con una tasa de paro cuya única defensa que admite es la del fraude laboral que enarbolan los cínicos, implica que nadie se plantea tener más de uno o dos hijos, a lo sumo.

            Nada de lo que digo, ojo, es exclusiva cosecha propia, como ya imaginareis. Nada nuevo bajo el sol. Pero la mayoría de los artículos que leo sobre la materia inciden en dos aspectos: la financiación actual, en la que se argumenta que de alguna manera habrá que pagarlo, y la visión a largo plazo. La visión a largo plazo, que es la que me interesa en este momento, aglutina el consenso de que hay que profundizar en una serie de reformas que nos lleven hacia delante, y desde luego, este hacia delante no pasa por la devaluación de salarios que se ha llevado a cabo en nuestro país. Hay un consenso generalizado, dicho con mayores o menores palabras, de que estas cuestiones son trabajo directo de nuestros representantes políticos. De la valentía que tengan a la hora de afrontar estos problemas, de la responsabilidad con la que los afronten y de la seriedad, más allá de sus visiones cortoplacistas, con la que los traten. Hay análisis comparados con otros países, como el alemán, el francés, el austriaco… También con países que quizá se nos parezcan menos, como en canadiense, y en todos los casos llegan a acuerdos, modelos y consensos que son más o menos satisfactorios. Es decir, que si se quiere, se puede.

            En resumen, el problema de las pensiones, más allá de la cuestión económica, en la que habrá mucho que pulir y pensar, es de índole política. Pero no sólo por las decisiones que se han de tomar, sino por la altura de nuestros líderes. Y más allá de que Mariano tiene pinta de ser alto, los últimos acontecimientos vividos en la corrala de la Carrera de San Jerónimo, no alientan precisamente la esperanza del que os escribe. Más bien, veo un futuro muy oscuro en el que seguiremos comprobando como los salteadores de caminos de los siglos precedentes aprendieron que los mejores lugares en donde trincar y sacar provecho estaban forrados de mármol, tapices y alfombras.

 

Alberto Martínez Urueña 23-11-2016

 

 


 

 

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miércoles, 16 de noviembre de 2016

El abismo de la simplificación


            Uno de los principales problemas de los demagogos, es decir, políticos, pero también de muchos de nosotros en ciertas ocasiones son las simplificaciones grotescas que sacamos por la boca para justificar nuestras propias querencias. Y las convertimos en miserias. Hace no demasiado me llegó un mensaje en el que se hacía una burda simplificación del sistema fiscal que, por otro lado agradezco por aquello que os conté una vez sobre la retroalimentación que recibo con mis textos. La cuestión iba de una universitaria rojilla y un padre empresario, sector que respeto, y facha, sector al que ya me cuesta un poco más aceptar. La niña era favorable al reparto de las cargas económicas a través de un sistema fiscal redistributivo, pero cuando su padre le pone un ejemplo sobre redistribuir su nota –era una chica de nueves y dieces– con otra amiga que era un poco bandana y sacaba sólo cincos y seises, ella pone el grito en el cielo, ya que ella se esforzaba y estaba penalizándola frente a otra persona que no lo hacía y no se merecía más nota. El padre, por supuesto, le daba la bienvenida a la derecha.

            La moraleja de este mensaje, además de ser falsa, es una simplificación grotesca que pretende defender una postura que podría ser más o menos legítima de no ser interesada en el peor de los sentidos –todos tenemos derecho a defender nuestros intereses, ojo–. Por supuesto que creo que el esfuerzo tiene que ser premiado, y también aquello que haces ha de ser recompensado de acuerdo al valor que tiene. Si no fuera así, nadie tendría incentivos para esforzarse y tendríamos una sociedad que valoraría más cuestiones prosaicas en lugar de las verdaderamente importantes. Imaginaos por un momento que nuestra sociedad ibérica fuera tan injusta que premiase a través del salario a alguien por el mero hecho de ser guapa, como a las modelos, o a alguien por salir en la televisión diciendo gilipolleces –ya sabéis en quien estoy pensando, ¿verdad?– o por saber jugar muy bien a un deporte. Pueden ser los mejores en su disciplina, pero quizá el valor de lo que hacen sea irrisorio, sobre todo si lo comparamos con la labor que hacen médicos, profesores, científicos y ese largo etcétera cuya dedicación hace este mundo un poco más habitable. Y si alguien me dice que su salario va en función de lo que producen, por ejemplo a través de la publicidad, entraríamos en la valoración que la sociedad hace de tal desempeño. Indicaría que vivimos en una sociedad que le presta más atención a Cristiano Ronaldo que a un cirujano infantil. No creo que nadie en su sano juicio piense que es más importante lo que hace el portugués, aunque estoy dispuesto a aceptar pulpo como animal de compañía.

            Otra cuestión sumamente importante, lectura que el padre de los cojones no hace, tiene que ver con los bienes públicos y la externalización de sus beneficios. Entiendo que al padre le parezca fetén no pagar impuestos porque él se lo ha currado, y eso está muy bien. Tengo amigos empresarios que han apostado su dinero, o incluso su casa y sus bienes, y llegado el caso su salud, para sacar adelante una empresa –nada que ver con entrar a currar pronto y salir tarde, aunque también tiene su gran mérito– y estoy orgulloso de ellos por hacerlo. Pero seguro que estos empresarios estarán conformes con que haya carreteras que lleguen hasta sus fábricas, que las ciudades estén suficientemente controladas para que no saqueen sus tiendas y que sus envíos puedan llegar a su destino en unas condiciones mejores que las diligencias del salvaje Oeste. Más aun, este padre tan sabiondo estará conforme con que haya un orden social aceptable dentro de los mercados en donde tan esforzadamente se ha abierto camino, porque por mucho esfuerzo que ponga, si la ley de la selva impide a sus potenciales clientes llegar hasta el comercio, se come sus productos con patatas. Incluso, si sus productos no son de primerísima necesidad, quizá esté conforme con que el salario medio de los trabajadores no sea el de subsistencia.

            Y claro, puede argumentar que todo esto no tiene nada que ver con el esfuerzo. Que los policías que curren de sol a sol, jugándose el pellejo para que él pueda salir a la calle con su lujoso Mercedes y las bandas callejeras no se lo despiecen se ganan su sueldo bien ganado. Y el que se contente con sacar su trabajo de forma honrada en un horario razonable, que gane la mitad y punto. El problema entonces estaría hasta dónde se puede considerar razonable pedir a los trabajadores un esfuerzo extra y hasta donde se puede empezar a hablar de explotación laboral. Y también hasta dónde se puede considerar razonable dejar en la indigencia al trabajador que no esté dispuesto a dejarse el pellejo trabajando en la fábrica de ese padre tan sabio.

            Como veis, en cuanto empezamos a profundizar un poco en algo que parece sencillo, las complejidades del asunto empiezan a tocarnos la entrepierna. Que la sociedad de consumo de hoy en día esté orientada al titular facilón de la era de las redes sociales no significa que los problemas hayan dejado de tener profundidad. Significa que hay gente dispuesta a dejarse engañar por cuatro frases más contadas, como acaba de suceder en Estados Unidos, la cuna del consumismo. Además, al margen del esfuerzo, no podemos olvidarnos de que con esos impuestos que el padre cabrón quiere dejar de pagar, conseguimos no dejar en la cuneta a muchas personas que, por mucho que se esforzasen, no conseguirían llegar al nivel de rendimiento que ese imbécil pretende. Por ejemplo, discapacitados, enfermos, ancianos… Todos ellos reciben rentas monetarias o especie directamente de ese Estado del Bienestar que los amigos de lo privado quieren gestionar con criterios de eficiencia y economía. La ley del esfuerzo, por lo tanto, está muy bien hasta que deja de estarlo, y esto ocurre cuando simplificamos los problemas, o cuando directamente amenaza con convertirnos en seres desalmados.

 

Alberto Martínez Urueña 16-11-2016

jueves, 10 de noviembre de 2016

No es la incultura, es la mala hostia


            No os lo voy a negar. Lo del tema Trump es una cosa que me pone los pelos de punta. Literalmente. Así como el caso español me ha provocado más cabreo que otra cosa, veo el tema estadounidense con un alcance distinto. Me trae a la memoria el alzamiento democrático de determinados regímenes que se dedicaron a instaurar la barbarie a través de los propios instrumentos del Estado. Sin embargo, la cuestión relevante no es que Donald Trump sea un demente peligroso con un mensaje misógino, xenófobo y repleto de mentiras que no soporta un mínimo análisis. La cuestión está en por qué hay tanta gente que le vota. Y la justificación de la incultura de sus votantes no me parece suficiente, igual que no me lo parece para que haya quien vote al PP, a Lepen, a favor del Brexit o de la extrema derecha, se llame como se llame, en Holanda, Austria, Rumania, Alemania o donde sea. Porque al final todos somos incultos en algo.

            La situación social es de una más que evidente ira del electorado. La peña pide venganza, unos por una cosa y otros por otra, pero todos se encuentran legitimados para pedir la cabeza de alguien. Pero claro, hemos pasado una crisis económica que nadie ha explicado satisfactoriamente, y sospechamos que los propios causantes han salido beneficiados con ella, causantes que si antes nos robaban con disimulo, han pasado a hacerlo con desvergüenza. Mientras, ninguno de nuestros representantes elegidos democráticamente, símbolo de esa libertad occidental con la que nos llenamos la bocaza, nos ha protegido un ápice de los desmanes de las hienas. Es más, la sospecha es que ellos mismos han estado rapiñando las migas que caían de la mesa de los poderosos. Ojo, digo que es la sensación que mucha gente tiene, no digo que nadie sea culpable de nada. De hecho, yo confió plenamente en que los poderes fácticos tutelan y velan por nuestros intereses. Se desvelan por las noches pensando en la mejor manera de contribuir, filantrópicamente hablando, al beneficio social de las masas. Está claro.

            Pero esa gente inculta y desagradecida no lo ve de esta manera. Miran a los poderes financieros e institucionales y les ven conchabados, y entonces claman al cielo para que un rayo destructor les aniquile a todos. Y como el cielo hace tiempo que no sabe, no contesta, nos manda a un delegado llamado señor X que hace suyas las reclamaciones de los desfavorecidos. Eso que llaman populismo los que no son capaces de conectar con el pueblo desde hace años. No digo que no quieran, pero se esfuerzan poco. Al final, la cuestión Donald es muy sencilla: ante el abandono de los líderes políticos –cuando no se han convertido directamente en padrinos–, la gente agarra lo que tiene, o lo que puede. Lo que le da esperanzas, o lo que le promete sangre fresca. Para mí el mensaje está claro, pero mencionarlo parece muy conspiranoico. Si hablas de ello, parece que vas en plan Iker Jimenez, o J. J. Benítez, pero todo resulta más prosaico. El sistema tal y como está concebido no tiende a resolver las desigualdades, sino a todo lo contrario. No hablo de las teorías económicas que discuto con mis amigos economistas, sino el sistema que en la práctica se ha implantado. La teoría económica habla de un equilibrio de poderes entre productores y consumidores, pero el libre mercado que describe sobre el papel no existe en el mundo real. El mundo real es cada vez más complicado, y sobre todo, cada vez más cruel con los débiles, porque gracias al proceso de globalización, les ha convertido en cifras anónimas que introducir en una ecuación que no garantiza su dignidad como personas. Punto.

            En el mundo real, los trabajadores tenemos cada vez menos derechos laborales, tenemos salarios más precarios, tenemos menos negociación colectiva y una menor protección de las instituciones nacionales y supranacionales. A cambio, tenemos cada vez más incertidumbre vital, niveles de estrés insoportables, separación de nuestros núcleos familiares, más extorsión del patrono, más corrupción institucional, progreso tecnológico que expulsa a cada vez más trabajadores del sistema… Nos vemos impotentes y abandonados, y las razones que nos dan se basan en explicaciones ininteligibles que justifican la inevitabilidad del proceso. En realidad, el equilibrio está roto a favor de quienes tienen en la libertad individual y de mercado su sacrosanta religión por encima de la defensa de los propios seres humanos de los que se han olvidado que forman parte. Unido a esta tragedia, los que deberían hacer algo al respecto, en lugar de protegernos, se preguntan por qué la gente les ha dado de lado y tratan de culpabilizarlos, llamándoles populistas y demagocos. Les llaman incultos.

            Acusan a gente como Trump, o a cualquiera que cuestione sus verdades de ser antisistema, pero quizá habría que analizar cuál es ese sistema que en teoría están intentando romper, y cuál ha sido el papel de cada uno para que hayamos llegado a este estado de cosas. Ojo, yo no estoy a favor de la misoginia, ni de la xenofobia, ni de las mentiras sistemáticas ni de la manipulación. De hecho, no considero a Trump un verdadero antisistema, sino un experto circense y sobre todo, un vendedor de primera. No estoy a favor suyo, pero tampoco de todos los crímenes de lesa humanidad que ese supuesto sistema permite o incluso comete. El llamado pacto social sobre el que se levantaba todo el Estado del Bienestar no ha sido quebrantado por los votantes que ahora piden respuestas, sino por los encargados de su gestión y mantenimiento que se han encargado de desmontarlo sistemáticamente, repartiéndose los despojos. En realidad, el problema es que los votantes se han dado cuenta de que ha sido su absoluta dejadez la que ha provocado que ahora el edificio esté en ruinas.

 

Alberto Martínez Urueña 10-11-2016

martes, 8 de noviembre de 2016

De toda la vida


            Se ha hecho así de toda la vida. Una frase como otra cualquiera, no exenta de razones. No en vano, sabe más el diablo por viejo que por diablo, dicen. Y probablemente tengan razón. La difusión del saber como algo estructurado y sistematizado fue uno de los maulas de la clase de nuestra Historia, que cuando pasaban lista, había hecho pellas. Se escondía en monasterios, y en las bibliotecas privadas de algunos nobles y coleccionistas. El saber era para unos pocos privilegiados, como la misa era el latín con el artista dándole la espalda al respetable. Todo un concierto. Se ha hecho así de toda la vida, y gracias a eso, muchos pudieron salir adelante. Pensad por un momento en una madre primeriza en el Medievo. Allí no había matronas ni ginecólogos, ni libros de “Cómo ser la mamá del mes”. No había manual de instrucciones para los trapos que hacían de pañales, ni la forma de curar las dermatitis de los bebes recién nacidos. Por no haber, o no saber, no existía ni la palabra dermatitis. Allí lo que había era una madre o una suegra que había pasado por la movida seis o siete veces, con una tasa de éxito del cincuenta por ciento de media.

            Como con eso, pasaba lo mismo con la agricultura, con la pesca, con la orfebrería o con cualquier otro tipo de conocimiento. Se ha hecho así de toda la vida, y gracias a eso, la sociedad pudo ir prosperando cuando la dejaban, entre crisis alimentarias, crisis pandémicas y crisis bélicas. Después de todas las barbaridades que nos han pasado, o que hemos provocado, parece mentira que el ser humano haya llegado a la luna, pero ahí ondea más de un trapo con colores vistosos. Visto a cada instante, la vida podría parecer terrible, pero era mejor de lo que fue para sus antecesores, y sería peor que para los hombres del mañana. En eso baso mi esperanza, en estos días oscuros en que las noticias que nos arrojan como piedras desde los medios de comunicación, aderezada con música apocalíptica y la voz grave del locutor, están encaminadas, más que a informar, a acojonarnos vivos a todos los bichos pensantes que campamos por La Tierra. La estrategia del miedo, dicen algunos, aunque no hay nada nuevo bajo el sol. Eso también es de toda la vida.

            La experiencia me ha demostrado que un consejo de una persona experimentada –iba a poner persona mayor, pero les hay envilecidos que sólo aportan cápsulas de rencor mal digerido– es de lo más valioso del mundo. Pero sobre todo, me ha demostrado que un buen maestro es el que te da los mapas y la brújula para que tú puedas encontrar tu propio destino. Fuera de estas disquisiciones, como con todo, hay que valorarlo en su justa medida. Excesivo apego por cómo se han hecho siempre las cosas impediría encontrar otros modos más satisfactorios de hacer lo mismo: el progreso no es ni bueno ni malo, depende del uso. Además, hay un axioma inevitable, por mucho que a todos nosotros nos cueste aceptarlo: la realidad es puro cambio, desde lo más prosaico a lo más relevante, y esto no tiene por qué ser malo. Por ejemplo, hoy en día las enfermedades de los niños las resuelven los pediatras. Y para los que duden de su efectividad, les recomiendo un repaso a los datos sobre mortalidad infantil. Algo habrán hecho los investigadores y los médicos. Hoy en día las grandes obras de infraestructuras te permiten llegar a Santander en dos horas. Imaginaos hace tres siglos. El Canal de Castilla, una de las grandes obras de la historia de ingeniería hidráulica, tardó en construirse casi un siglo. Hoy en día, la presa de las tres gargantas se construyó en doce años. Es indudable que somos enanos a lomos de gigantes, pero las técnicas se han ido perfeccionando y los avances tecnológicos son irrefutables. Y sus ventajas. Por otro lado, es evidente que no todo va a parecernos positivo. A mí, hablar de chatear me da pena, porque en tiempos de mi abuelo era salir de casa y departir con los vecinos en el bar de la esquina. Hoy en día, va de Whatsapp y otras redes sociales, pero es que hemos hecho un mundo en donde los amigos del colegio están al otro lado de la ciudad. Lo hemos hecho todos, pero sobre todo los adultos; los niños hacen lo que pueden.

            Volviendo al tema, defender a ultranza que las cosas se han hecho así, de toda la vida, nos puede llevar a otros contrasentidos en cuestiones de “ingeniería social”. De haberse mantenido esa máxima, hoy en día las mujeres estarían mejor en la cocina y serían tuteladas por unos maridos que tendrían derecho a corregir sus malos hábitos. La educación de los hijos, como siempre, se realizaría aplicando mano dura, la letra con sangre entra, y si la niña se quedaba embarazada fuera del matrimonio, la familia podía y debía repudiarla. Por eso, cuando se defienden tradiciones, formas de hacer las cosas, y otros argumentos maximalistas, hay que tener cuidado, no se te abra el suelo que pisas. Creo que el progreso no es ni bueno ni malo: sólo es una manifestación más del cambio, y sólo nuestro apego, nuestra resistencia a ese proceso inevitable, puede convertirlo en algo perjudicial. Como decía el refranero, agua estancada…

 

Alberto Martínez Urueña 8-11-2016