martes, 29 de abril de 2014

Lo que ya era evidente


            Me comentaba un buen amigo que ha estado hace poco en Londres, ciudad en la que vivió cuando era niño, que le sobrecogió ver cómo había crecido la desigualdad en las calles, el incremento de los usuarios de los comedores sociales y de los bancos de comida. Me pedía mi opinión al respecto de tales situaciones que, al mismo tiempo que los gurús nos hablan de recuperación económica, van creciendo de manera insoportable. De igual forma, podríamos hablar de cualquier otro ejemplo de los que os sabéis y que surgen cuando descendemos de las gloriosas cumbres de sus rascacielos financieros a las sombras que producen estos en los arrabales de sus ciudades.
            Hace unos días leí cierto artículo económico sobre el libro de un afamado economista francés llamado Piketty, y aunque no acostumbro a hacerlo, os dejo la dirección al final del texto, para el que quiera entretenerse un rato. El artículo se hacía eco de la demostración estadística de como el capital ha ido aumentando su enriquecimiento con respecto a la clase trabajadora, provocando de esta manera la creciente desigualdad que el sentido común intuye a nuestro alrededor. Esto ha sucedido, por la voracidad de un sistema capitalista hábil en deshumanizarnos, llamándonos factor trabajo, y cuyo único y exclusivo interés consiste en aumentar la rentabilidad de sus inversiones. Esto ha sucedido, además, con el beneplácito de las clases políticas mundiales, las cuales han pasado de tratar de ocultar el compadreo con tal sistema a mantenerlo con absoluta desvergüenza pública, justificándose bajo un paraguas de intelectualidad económica ambigua.
            Haber estudiado mi Licenciatura de Economía me enseñó una verdad que, en la coyuntura actual, se ha vuelto cada vez más inquietante, y es que considerada aquélla al margen de cualquier otro tipo de argumento, sobre todo los de contenido ético y humano, permite justificar aplicaciones de lo más siniestras. La Economía, al margen de cualquier tipo de elección social, se convierte en una herramienta perfecta en manos de personas cuyos intereses suelen estar enfrentados con nuestros derechos.
            Entrando en materia, el estudio realizado por este economista demuestra de una manera bastante clara como, al margen del discurso demagógico y populista de nuestros líderes políticos y de la ingenuidad de aquéllos que les siguen votando y creyendo sus mentiras, el sistema en que estamos instalados ha sido creado expresamente para favorecer la acumulación de renta y riqueza por parte de una élite cada vez más pequeña y más poderosa. Independientemente de los manejos de tales élites –para los que no me faltan ibéricos epítetos–, progresivamente se ha ido desmantelando la estructura que teníamos para corregir los efectos perversos que provocaba su avaricia desmedida. Y este proceso de desmantele no ha llovido del cielo, como las plagas bíblicas: ha sido realizado por todos los gobiernos sucesivos de nuestro prepotente mundo occidental. El llamado proceso de redistribución de la renta y la riqueza realizado a través de sistemas fiscales progresivos se ha transformado en una mentira más al servicio de la transferencia de rentas hacia las clases más poderosas, en un proceso de acumulación de la renta y la riqueza en pocas manos. La base científica para justificar este proceso existe, pero no está claro que funcione: se basa en la afirmación de que estas clases pudientes reinvierten su dinero en los procesos productivos y así generan más riqueza que se distribuye entre el resto de los agentes económicos a través de la retribución de los factores de producción, capital y renta.
            Pero esto hace aguas, desde mi modesta opinión, por dos motivos: el primero de ellos, tal y como demuestra Piketty en su trabajo – y nuestro sentido común desde hacía tiempo intuía –, es que en la retribución de tales factores se produce un efecto de desequilibrio entre ambos, quedando evidentemente desfavorecido el factor trabajo, es decir, las personas que reciben un salario –o sea, todos nosotros–, haciendo que seamos cada vez más pobres con respecto a esas élites que drenan la renta y la riqueza hacia sus dominios financieros.
            Y en segundo lugar, si lo que buscan las hienas capitalistas es rentabilizar su inversión, nada nos garantiza que los procesos productivos en los cuales nos ganamos la vida mayoría de la población sean los más rentables, y por tanto el destino final de su reinversión. Por mucha teoría que pretendan arrojarme a la cara esas bestezuelas clasistas de los neocon, no hay ni una sola prueba de que, en lugar de reinvertir los beneficios en las fábricas que dan trabajo a mis conciudadanos, se lleven esas plusvalías a las fábricas de Bangladesh, donde el coste de la mano de obra es una absoluta vergüenza humana, y las condiciones de trabajo dignas de cualquier campo de algodón dieciochesco. Eso, en el mejor de los casos. En el peor, se están pasando la fiesta padre a nuestra costa, a base de putas y coca –como ya han reconocido algunos, véase el Lobo de Wall Street–, reinvirtiendo sus dineros en los negocios más rentables que hay a lo largo y ancho de este mundo: las armas, el narcotráfico y la trata de blancas. Gracias a Piketty por su esfuerzo; ahora ya sólo quedan engañados los que quieren.

 

Alberto Martínez Urueña 28-04-2014

 

PD: Aquí os dejo el enlace


 

jueves, 24 de abril de 2014

Opiniones


            Es curioso: un aprendiz de columnista con ínfulas de saber escribir se lanza a dar su parecer sobre las opiniones, tanto las propias como las ajenas. De antemano, ya diré que este texto no deja de ser una salva de cañonazos contra mi propia línea de flotación, arte complicado si se pretende la justa medida de no caer en la falsa modestia sin desbordarse hacia el engreimiento. Comencé con este telar para salvar ciertas cuentas, aunque sólo fuera con mi propia conciencia, y también para tener las ideas sobre la realidad social más o menos ordenadas. Sobre todo, porque mi amor por la escritura me lleva a utilizar la palabra escrita siempre que puedo, tratándola con la mayor deferencia posible, conociendo mis limitaciones y desfondándome en la dadiva de mis virtudes. También porque, de alguna manera, tengo desde hace muchos años –dentro de los pocos que cuento de vida– la comezón de aportar razonamientos cuando las emociones me dicen que la injusticia humana adelanta las trincheras. En todo caso, este párrafo sólo es una burda justificación para derramar por la red todas estas letras que os mando.
            Como ya se encargó de recordarnos el magnífico Clint Eastwood, las opiniones son como los culos, todo el mundo tiene uno, símil que deja perfectamente claro el desprecio que sentía el protagonista por alguna de aquéllas. Yo, por mi parte, sin pretender ser ningún radical, estoy perfectamente de acuerdo con tal apreciación; por tanto, me veo en la necesidad moral de afirmar que ciertas opiniones lanzadas al viento sin el más mínimo pudor ni cuidado son como piedras de gran tonelaje dirigidas a la cabeza de la mínima ética exigible. De hecho ya sabéis que siempre intento considerar a cualquier ser humano digno del más absoluto respeto, pero me niego a que ese respeto alcance a cualquier barbaridad que vomite su boca. Si así lo hiciera, correría el riesgo de anteponer razonamientos a personas humanas, y lucho en cada momento del día para no caer en semejante disparate. Imaginaos por un momento que frías cifras económicas me llevan a justificar la pobreza infantil en España, tal y como pretenden que hagamos los peleles del banco azul.
            Si subimos el nivel y nos aventuramos en las necrosadas meninges de ciertos personajes, podemos observar determinadas actitudes que bordean lo bochornosamente inseguro. Son personas que necesitan dar su opinión y así reafirmarse, y pase lo que pase ponen sobre el tapete su criterio, con absoluta independencia del sustento lógico que posea. Os invito a realizar un sano ejercicio de observación sin pasiones, y veréis cómo –sobre todo en este país de pandereta donde cuenta más el derecho al ocio que al descanso nocturno– se repite el nacimiento constante de opiniones no solicitadas, así como de consejos, advertencias, avisos o exhortaciones a los que más valdría haber aplicado una muy sana y conveniente interrupción gestacional. Surgen las magistraturas sobre vidas ajenas igual que las moscas sobre un trozo de pescado bajo el sol estival, dispuestas a medrar a costa de la podredumbre reinante, y se consideran legitimados para sostener “yo haría tal o cual cosa” antes de que nadie haya solicitado su concurso en la historia. Más les valdría a los catedráticos de lo ajeno aplicar grueso cerrojo en boca que, de abierta, se convierte en bocana de puerto por la que entran y sobre todo salen mercancías de dudosa calidad.
            El peldaño más alto del escalafón está ocupado por aquellos que reúnen las características anteriores, y se emperran además en añadir las siguientes. Existe quien se considera en la obligación de y con el derecho para proferir sus pareceres con absoluta independencia de las consecuencias de hacerlo. Lo importante no es el daño causado, sino la necesidad que tiene el mundo de que vierta el ácido de su existencia a modo de bien construido silogismo, con independencia de los estragos que pueda causar al hacerlo. Un “¡a ver por qué no voy a poder decir lo que pienso!” denota en quien lo alega, además de lo expuesto en el párrafo anterior, una total carencia de compasión con quienes le rodean, amen de una titánica prepotencia al creer que su opinión vale algo más allá de las fronteras de sus afilados dientes. No deja de ser la eterna cuestión acerca de si el fin justifica cualquier medio, así como de la autojustificación de estos últimos sin que exista una finalidad más allá de sí mismos a la hora de utilizarlos. La suma de todos estos factores indica una tremenda ignorancia: olvidar para qué abrimos la boca cuando lo hacemos, convirtiendo a quienes nos escuchan en víctimas atropelladas por el tren descontrolado de nuestras propias miserias.
 
Alberto Martínez Urueña 24-04-2014

lunes, 7 de abril de 2014

Decoradores


            Escuchaba un comentario en la radio acerca de los recortes que sufrimos en los últimos tiempos, recortes presupuestarios que un gobierno mentiroso y demagogo se atrevió a disfrazar de reformas económicas imprescindibles, como si en la vida política o en la económica hubiera alguna verdad absoluta e inamovible, una verdad que nadie puede cuestionarse. No en vano, el ideario neofascista ya no aplica –de momento– las viejas costumbres: detenciones arbitrarias, palizas en lúgubres comisarias, leyes de vagos y maleantes… Aquellas actividades tan perfeccionadas por psicópatas con mando en plaza que han corrido por nuestras sociedades durante demasiados siglos.
            Al respecto de los recortes, se ha hablado largo y tendido de los presupuestarios y económicos, los más visibles e inmediatos, pero mirando con fina atención, se puede comprobar que no acaba aquí el latrocinio institucional al que nos vemos sometidos. Ahora podemos hablar también de los recortes de derechos, incluidos algunos fundamentales, que pretende acometer este legislativo de analfabetos vareadores.
            Si algo primordial tengo que reprochar al de la ceja, no fue la negación de la crisis hasta que la tuvimos resoplando a la espalda: otros países que sí la admitieron, se han visto abocados igualmente a adoptar medidas impuestas desde diversos organismos internacionales, títeres de los poderes fácticos mundiales. Tampoco le reprocho en demasía aquellas películas del cheque-bebé y similares, aunque su incidencia real fuera más bien escasa. Lo más vergonzoso, por encima de otras cuestiones, sucedió aquel mes de mayo en que se vio en la tesitura de deshacerse del poder o deshacerse de su palabra dada. Y eligió la segunda opción, adoptando todo aquel paquete de contramedidas cuasibélicas contrario al ideario socialdemócrata con que llegó a la Moncloa, dictado desde una Europa que parece el hermano malo de Hitler. La única salida honrosa, pero sobre todo democrática, habría sido dimitir, convocar elecciones y que el pueblo decidiera; sin embargo, para ello habríamos necesitado información veraz y a su debido tiempo, y esto escasea tanto en las democracias occidentales como los billetes de quinientos euros en una cartera de la nueva clase media española.          Las consecuencias de aquella decisión fueron que llegamos a lo más álgido de la crisis y tuvimos elecciones, y con el país hecho un solar hubo quien pensó que la solución era darle la batuta de mando al diablo, en esta suerte de péndulo por un lado y de seguidismo conservador por otro. Y le dieron, además, mayoría absoluta.
            Ahora, tenemos en la Moncloa a un personaje que mintió de forma descarada en campaña electoral, y a su lado a varios ministros del Opus Dei, creencia que podríamos llegar incluso a respetar si no fuera porque pretenden imponer su modus vivendi al resto de la población. Porque de eso va el tema, y ha ido siempre, ya que si en las carteras económicas galopan sobre atílicos rocines Montoro y De Guindos –supuestos neoliberales que no tienen ningún problema en subvencionar o rescatar empresas quebradas, y adalides de los eufemismos dialécticos para ocultar hachazos económicos– en otras nos estamos comiendo a la cúpula opusdeica española a través de sus arcángeles de la muerte Gallardón y Fernández-Díaz. Estos, subyugados bajo el mando real de una organización de boato religioso y farisaica doctrina, están introduciendo en nuestra legislación una serie de cilicios sumamente peligrosos.
            Y es que pensábamos que ya habíamos superado determinadas trifulcas en las que habíamos alcanzado un cierto consenso, y dábamos por hecho que no se tocaban. Debates sobre la injerencia del Estado en la esfera privada y de conciencia de los ciudadanos parecían evidentes, pero llegó a ministro el alcalde de la mayor deuda de todos los ayuntamientos de España –él, que milita en un partido de ideología neoliberal– y nos pretende calzar una legislación abortista que hace sonrojar a la extrema derecha europea.
            Por otro lado, derechos fundamentales como los de manifestación y reunión, conquistas vitales de la democracia, son ahora cuestionadas porque son molestas para el centro de la capital de España. Hablan del manifestodromo, y eso suena más a jolgorio y mierda de caballo que a personas reivindicando cosas tales como pan, trabajo y techo… ¡en la España del siglo XXI! Se sacan una Ley de Seguridad Ciudadana que a los jueces conservadores del Consejo General del Poder Judicial les pone los pelos como escarpias en la que se pretende, verbigracia, que cualquier psicópata con el título de segurata en el expediente y una porra en mano pueda dispersar una manifestación, amen de convertir de nuevo a un cuerpo de honrados funcionarios en sus perros de presa.
            Dicen que son reformas, pero no conozco a nadie que en su casa las haga para dejarla peor de como se la encontró. Aunque quizá para ellos, siendo mal pensado, devolvernos a épocas oscuras de nuestra historia en donde manejaban el cotarro de espaldas al pueblo al que nunca rendían cuentas sea la mejor decoración que puede presentar este terruño llamado España al consideran su cortijo particular.


Alberto Martínez Urueña 28-03-2014