viernes, 31 de enero de 2014

Más allá del discurso

 
Pues no, no me había olvidado de mi columna, ni nada parecido. Primero, que he estado liado, actualizando contactos y grupos del correo, así que no eres de los afortunados a los que he olvidado meter en la lista. Quizá eres alguien que no sabías de mí desde hace años, o incluso puedes estar preguntándote por qué te llega este texto. Sólo recordaré la siempre presente opción de borrar el correo y añadir mi dirección a la lista de no deseados. O incluso mandarme una respuesta indicándome que no tienes el más mínimo interés en recibir mis reflexiones. La libertad es un valor escaso, pero en lo que se concierne a mí, imprescindible.
En segundo lugar, porque la actualidad me lo pone muy complicado, y no por defecto de motivos, si no por sobresaturación de ellos. Aquellos que expresan su opinión a diario en columnas de todo tipo tienen barra libre donde elegir, pero los que dejamos pasar una o dos semanas entre comentarios, y no nos fijamos específicamente en cada una de las noticias, la situación que vivimos hace que los análisis se parezcan demasiado unos a otros. Te mueves entre la indignación por el latrocinio de derechos, el cabreo por las estafas monetarias y financieras, y la incredulidad ante las explicaciones públicas que rozan unas veces la desvergüenza y otras directamente la mentira. Visto desde una cierta distancia, compruebas como nuestros dirigentes han pasado de actuar pensando que la gente no se entera –o no se quiere enterar– a directamente emitir discursos carentes de toda lógica y veracidad. Es decir, han pasado de tomarnos por tontos a mentirnos en la cara como si no nos diéramos cuenta.
Con el tiempo y desde esa distancia de la que hablo, me he dado cuenta de que las dos corrientes políticas mayoritarias se diferencian en un punto fundamental, que por otro lado les hace parecer iguales: la parte de la vida conciudadana que pretenden regular. Los llamados conservadores prefieren actuar sobre cuestiones sociales que tienen que ver con la moralidad y la conciencia; al mismo tiempo, ofrecen libertad en el campo de la economía y el dinero, considerando que los mercados se autorregulan por sí mismos. Los considerados progresistas pretenden regular estos últimos, coartando la actuación de los agentes económicos en los mercados de capitales; mientras, abogan por la liberalización del mercado del hacer humano, apelando a la conciencia individual como único mediador entre las personas y sus actos. No es todo tan claro, pero como aproximación al problema, creo que sintetiza bastante bien la cuestión. Ni que decir tiene en dónde se posiciona éste que os escribe: en el punto medio entre ambas partes, pero con unas consideraciones previas.
En primer lugar, creo que la cúspide de cualquier escala de valores debe estar ocupada por el ser humano y aquellos aspectos que van intrínsecos a su persona. Me refiero a la dignidad de ésta por el hecho de existir, a su valor global más allá de la valoración económica –y por tanto, reduccionista– del producto de su trabajo; al derecho a regir su vida de acuerdo a sus propias convicciones siempre que no se altere la primera de estas consideraciones; a no ser voluntariamente manipulado para que confunda lo que es con lo que no es.
La historia del hombre está preñada de ideologías desde que pretendimos organizarnos en sociedades más o menos complejas. Grandes pensadores –que a veces eran grandes hipócritas– elaboraban sesudas composiciones dialécticas para llegar a conclusiones que ratificasen sus creencias, y de esta manera, ordenar la sociedad a imagen y semejanza del ideal que contuviera sus emociones. Cualquiera de ellas vale, en todo caso, para estudiar cómo se realiza un análisis dialéctico y se ordena una composición filosófica compleja; sin embargo, en la mayoría de los casos, no terminan por elevar al ser humano a la categoría máxima, antes bien le someten a una categoría única, cuando la diversidad es su principal característica.
El discurso político está lleno de grandes ideas, pero todas ellas maximalistas que venden sin solución de continuidad en una cuestión bélica de bandos contrapuestos y únicos. En lugar de establecer cuáles son los nexos de unión, se empeñan en explicitar reiteradamente sus diferencias. Y el problema es que les sale rentable gracias a los que creen escuchar y cribar, y sólo corean proclamas.
Me he movido durante mucho tiempo en el detalle del discurso; sin pretender rehuirlo, me doy cuenta de que la realidad ha de observarse también desde la globalidad de la distancia. Constreñidos en el mensaje fácil y reduccionista del corto plazo, junto con aquello de “si no estás conmigo, estás contra mí”,nos movemos en un plano bidimensional que no permite ver la altura de horizontes que deberíamos pretender alcanzar. Hemos de escapar de la visión diminuta y cortoplacista en la que nos han introducido, pretendiendo acaparar nuestra atención, para contemplar una realidad que es mucho más amplia que la belicista en la que vivimos permanentemente agresivos.

Alberto Martínez Urueña 29-01-2014

martes, 14 de enero de 2014

Detesto la violencia


            Detesto la violencia. Cualquier persona que me conozca sabe que, a pesar de las canciones, de los comentarios más o menos mordaces, de los textos que a veces me salen por este teclado, nunca en mi vida la he defendido. Sin embargo, vemos cómo sucede, cómo las noticias nos ofrecen imágenes más o menos lejanas en las que se desarrolla, y he de reconocer que se me parte el alma. Pero me resulta más complicado digerir esa frase que resuena en nuestros oídos de forma constante y diaria en la que se condena toda clase de violencia y en la que se suele apostillar que cualquiera que recurre a tales métodos pierde la razón que tuviera. En parte, reconozco que me cuesta porque de normal sale de sanguijuelas hemicíclicas a las que me cuesta mucho comprender sus motivos vitales: ver salir un diputado con cara de holopléjico emocional dándonos lecciones a los ciudadanos suele resultarme complicado.
            Y estos días, escuchando las noticias, me preguntaba a qué violencia se referían. No sé exactamente si se refieren a la violencia de los países árabes, la de los indígenas americanos o africanos, a la que vemos contra mamá naturaleza, a la que sufren los niños en el colegio, o a la que sucede en lugares más cercanos, dentro de nuestro país. En todos estos lugares, la violencia galopa como el caballo de Atila e incontables personas, una a una consideradas como individuos particulares, sufren sus crueles mordiscos con mayores o menores alaridos, o incluso estertores. Sin embargo, vi que mi cuestión era totalmente baladí, porque la raíz del problema tiene un mismo origen, destinatario y productor, ya sea allende los mares o a la vuelta de la esquina; o de algunas esquinas, que no todos los lugares son lo mismo.
            Violencia es controlar los designios de otros pueblos por intereses nada dudosos: la pasta por la pasta y el poder por el poder – que por desgracia viene a ser lo mismo. Los países árabes, los latinoamericanos, y no digamos ya los africanos, llevan décadas viendo cómo las decisiones de sus destinos se elaboran en hoteles siete estrellas muy lejos de sus calles y de sus familias, mientras ellos quedan al margen de cualquier beneficio y son literalmente expoliados de todas sus inmensas pero escondidas riquezas.
            Violencia es vivir de espaldas al planeta que te da cobijo, considerando que el dueño de la casa tiene derecho a remodelar toda su estructura. Y claro que el dueño tiene ese derecho, pero los individuos que viven en La Tierra sólo estamos de paso, igual que realquilados de habitación sin factura a los que cualquier día mamá naturaleza echa a la calle, y olvidarlo es sumamente violento para el siguiente inquilino.
            Violencia es lo que está sucediendo en nuestro país: por poner un ejemplo cercano, todos los sucesos de Burgos. También lo que está sucediendo con la minería esquilmada por políticos vendidos y empresarios piratas, o la Educación de los futuros adultos de este país dogmatizada por políticos tiranos, o la conciencia individual de las mujeres embarazadas, o la sanidad arrebatada a los que se ven obligados a emigrar de su tierra y de su familia mientras ven cómo salen de las cifras del paro y así se maquilla su tragedia vital. Es violencia defender salarios de subsistencia porque haya alguna lógica económica que preconice mayores beneficios o crecimientos del PIB, y es violencia que los discursos se retuerzan para poder concluir que cuatrocientos euros al mes no destruyen la dignidad de la persona.
            Dirán lo que quieran, pero me parece sumamente violenta aquella frase tan actual hoy en día de “todo para el pueblo, pero sin el pueblo” y que se ha instalado en la política no sólo de nuestro país de cortijo y señorito – realmente nunca la hemos erradicado de nuestro sistema social–, sino en toda esa corriente ideológica europea de pseudoliberalismo que subvenciona económica y legislativamente sin ningún pudor los negocios que les interesa. Esa misma corriente de conservadurismo y dudosa ideología democristiana que cree justo pedir esfuerzos tales como vivir durante varios años con subsidios que no llegan ni para poner la calefacción en invierno. Es violento eso, que los hijos del pueblo pasen frío y hambre en esta todopoderosa Unión Europea que se congratula de sí misma por ser insensible y dura con los que “no se esfuerzan”.
            Por eso, no estoy de acuerdo con ningún tipo de violencia; sin embargo, me viene a la cabeza una imagen: una de esas personas que sufren todo lo anterior, y que yace tirada y exhausta en el suelo de la marginal social. Tiene sobre el cuello la suela del zapato de alguno de estos señoritos de cortijo, y ve su sonrisa de prepotencia mientras le va colando una tras otra todas las injusticias a las que se considera con derecho a colar por ser de tal o cual casta, o tal cuna. El sometido ha estado manifestándole su opinión de forma pacífica, por activa y por pasiva, al respecto de semejante situación; pero del hijoputa que le tiene contra el suelo sólo obtiene bonitas palabras y sonrisas ambiguas. Y declaraciones condenando todo tipo de violencia.
            Así que, aunque no lo defiendo, entiendo que al tipo ése que sufre la suela sobre el cuello, le llegue un momento en que intente levantarse; y a lo mejor para ello, le tiene que retorcer el tobillo al hijoputa con lo que ello conlleva. Ojo, no lo justifico, que nadie entienda mal, pero quizá en el intento de recuperar la dignidad que le han robado con la extrema violencia que se maneja hoy en día, haga perder ligeramente ciertos equilibrios.

Alberto Martínez Urueña 14-01-2014