martes, 30 de julio de 2013

Ese algo

            Aseguraré antes de nada que no pretendo ser morboso, ni tampoco aprovechar la coyuntura mediática para soltar una parrafada sin aportar gran sustancia a cambio; sin embargo, pretendo referirme a hechos luctuosos que mejor habría sido que no sucedieran. Hablo de dos tragedias cercanas que, teniendo una dimensión diferente, no dejan por ello de ser dos mazazos para quien lo han sufrido: el accidente de tren gallego y la pérdida recurrente y porfiada de montañeros en las cumbres del planeta.
            Es tedioso escuchar, o incluso declamar como un oráculo griego, sobre las miserias humanas y, de paso, los miserables que las comenten. Me canso muy a menudo de salir a la palestra de mi columna para denunciar conductas desalmadas cometidas por coetáneos más o menos cercanos a mi ordenador. Es muy deprimente rebuscar con pertinaz insistencia entre los diferentes blogs temáticos sobre economía esperando ver alguna columna de los doctos que en ellos escriben que aporte algo de luz y de esperanza al respecto de la crisis económica, pero sobre todo moral, en la que vivimos. Y sobre todo me canso de escuchar los cínicos comentarios de quienes se pretenden al margen de la sociedad en la que viven y critican a diestro y siniestro a todo el que se cruce en su camino, como si las miserias que existen a su alrededor no les afectasen. Odio esos comentarios universales sobre la indecencia humana y sus arrabales basados, en la mayoría de las ocasiones, en que quienes les rodean no han cumplido las expectativas que se tenía de ellos, en que no les han favorecido como consideran que deberían haber hecho, o que se han aprovechado de las circunstancias para bregar en su propio favor.
            Evidentemente no voy a negar que una persona puede volverse una criatura muy egoísta. De hecho, en los últimos años de evolución tecnológica que nos permiten comunicarnos con personas al otro lado del mundo, muchos humanos han perdido la conexión con sus semejantes más cercanos. El espejismo de independencia fruto de estos avances han hecho que muchas personas se crean al margen del resto y, en cierta medida, superiores a quienes aceptan la dependencia inevitable del grupo. Eso ha propiciado individuos capaces de traicionar, manipular –aunque ya existieran con carácter previo a lo largo de la historia—que sirven ahora como mal ejemplo para los críticos.
            Entonces, si todo esto es cierto, ¿cómo introducimos en la ecuación planteada lo sucedido en otras ocasiones? Hay veces en que el ser humano se olvida de sí mismo y corre en pos de otros para ayudarles en situaciones extremas. En unos casos, se enfrentan a las temibles fuerzas de la naturaleza, desatadas con toda su potencia, para intentar llegar a un campamento improvisado a más de siete mil metros, en un desesperado intento por salvar a un compañero del que quizá no hayan siquiera oído hablar. O quizá sí, e incluso pueda ser admirado por ellos; pero mirar hacia arriba, ver la ventisca indomeñable y, aun así, agachar la testa y seguir caminando requiere de muchas dosis de humanidad que, con los comentarios que desprecian la naturaleza humana, queda degradada. En otros casos, cuando los azares del destino –aunque los azares sean un maquinista imprudente o unos terroristas enloquecidos— provocan una matanza, hay individuos que arriesgan todo por ayudar a los que se han quedado imposibilitados de ayudarse a sí mismos. Porque estamos hablando de trozos de cuerpos repartidos por el interior de un vagón, o dentro de un autobús accidentado, o un edificio envuelto en humo con serios riesgos de desplomarse sobre sí mismo. No hablo tan solo de bomberos o policías; hablo también de ciudadanos normales y corrientes que en mitad de la noche salen corriendo hacia las vías del tren y, pretendiendo ayudar a sus semejantes, registran de por vida imágenes que les perseguirán incansables.
            Quizá en situaciones de perentoria urgencia sale algo de nuestro interior. Una especie de zarpazo en las tripas que, antes de pretender protegerte a ti mismo, te lleva a correr hacia unas llamas, o a dejar atrás la seguridad de la playa y adentrarte en el océano. Habrá quien diga que ese gesto irracional no significa nada, pero yo creo todo lo contrario. El ser humano es un ente complejo y en muchas ocasiones retorcido por la ingente cantidad de mensajes que ha recibido a lo largo de su vida; está formado por un animal que somos, una mente construida por la sociedad que nos envuelve y “ese algo” —al que no pondré nombre— que todos llevamos dentro y del que han sido consciente múltiples hombres de todas las épocas y de todas las culturas, por lo que negarlo sería de ciegos: no haber vivido, visto o experimentado algo, no significa que no exista. Me arriesgo a afirmar que “ese algo” es el verdadero ser que somos y que, cuando huimos de las trampas de la mente y la razón, sale con toda su potencia y hace que veamos a nuestros semejantes como parte de algo que formamos todos. Como parte de algo que SOMOS todos.
            Y al margen de toque personal que acabo de dejaros, creo que viene bien una voz honesta que mande al banquillo a todas esas aves carroñeras que se dedican a lanzar peroratas hablando de la indecencia del resto si hacer absolutamente nada por nadie y, a la vez, rendir un pequeño homenaje a la inmensa cantidad de personajes anónimos que, con pequeños detalles individuales, hacen de nuestra raza algo digno a lo que pertenecer.


Alberto Martínez Urueña 28-07-2013

domingo, 21 de julio de 2013

Bochorno

            Se contabilizan cada vez más pruebas de que nos encontramos, en este glorioso país, ante una situación tan esperpéntica que me hace pensar si España es un teatro como el de aquella famosa película llamada “El show de Truman”, en el que el protagonista vivía en un mundo prefabricado para ser emitido las veinticuatro horas del día. En este caso, el plato sería esta España; los protagonistas, ignorantes de su condición irreal, todos nosotros, ciudadanos absortos y anonadados ante el espectáculo; los realizadores, una esperpéntica mano negra dispuesta a robar incluso la vida de los figurantes a fin de sacar el máximo rédito.
            Ha llegado un momento en este bien montado entretenimiento en que las responsabilidades penales no valen para nada porque prescriben, se cambian leyes o se hacen amnistías fiscales. Los hechos más relevantes, a mi juicio, no sustentan ya, ni es necesario, ninguna causa legal que sea punible o -quizá sí-, pero son irrelevantes. Cuando personas a las que se supone inteligencia, honorabilidad, saber hacer y gestionar, altruistas con respecto a los intereses generales de los ciudadanos, se dejan envolver en el circo mediático de los últimos meses, están demostrando una incapacidad tan supina que no resultan necesarios códigos escritos para demostrar nada; antes bien, es suficiente el simple sentido común para que quede rotundamente clara la inconveniencia e incapacidad para continuar en ningún cargo. Personas con un mínimo
raciocinio serán capaces de entender que, aunque una enormidad de pruebas circunstanciales como las que desbordan los medios de comunicación no demuestren una culpabilidad a efectos jurídicos, dejan suficientemente clara la culpabilidad, cuando menos, de estupidez manifiesta e incapacidad para puestos de tamaña responsabilidad.
            Todo ello, sin contar la imagen bochornosa que se destila de nuestro país hacia los medios de comunicación extranjeros: tierra de grandes virtudes e igualmente grandes escándalos. Porque quien no sea capaz de entender que este circo vergonzoso es inasumible, deja claro también que la mayoría de edad y el pleno uso de las capacidades humanas no implican irremediablemente un correcto uso de los mismos, ni el merecimiento de determinados derechos públicos como el sufragio. Evidentemente, no abogaré por retirar éstos en ningún caso, ya que la tentación sería demasiado grande para tanto fascista autotildado de demócrata de atar con cuerda corta a la ciudadanía.
            Os aseguro que me faltan las palabras para explicar el asco que me produce todo el asunto Bárcenas. Relaciones probadas de altos cargos, entre ellos el de nuestro Presidente del Gobierno, con alguien de la catadura su extesorero y exgerente implican una incorrección democrática que debería poder ser sancionada de inmediato y sin posibilidad de recurso. Tener que visionar día tras día la película de miedo que nos están ofreciendo sin que exista ningún mecanismo democrático para poder romper una mayoría absoluta envuelta en semejantes despropósitos nos convierte en rehenes a todos nosotros, ciudadanos de una colectividad cada vez más atónita ante la marcha de una situación a la que permanecemos ajenos a su control e influencia, pero de la que sufrimos cada vez más terribles consecuencias.
            Al margen del plano eminentemente humano, que es el fundamental y que queda cada vez más relegado, ya da igual todo lo que no sea un borrón y cuenta nueva en esta democracia española que se preocupa de lo supletorio y se olvida de lo fundamental. Todo son discursos sobre los asuntos que preocupan a personajes que nadan en la abundancia y se permiten el lujo de hablar de problemas que a nadie interesan realmente, obviando la desesperanza, el sufrimiento e incluso -quién lo diría, entrados ya en el siglo veintiuno- el hambre y la malnutrición infantil. Y ahora, cuando les crecen los enanos y se les evidencian las vergüenzas, pretenden usar su demagogia y su pervertida dialéctica para intentar desviar una atención general que cada vez con más persistencia les asaetea con poderosos y fundados motivos, llegando a argumentar que un presidente no puede estar continuamente hablando de tales jácaras, aunque le afecten directa y sustancialmente.
            Así que de tal manera lo digo: ya no tienen crédito en mi particular banco de elecciones, políticos de hoy en día. No habéis sido capaces de ofrecer absolutamente nada bueno a este país; de hecho, lo habéis vendido al capital, os habéis repartido las migajas y, no contentos con ello, humilláis y hundís en la más absoluta de las miserias a muchos de mis conciudadanos. Si despreciamos esos discursos aprendidos y ególatras donde, interlocutores, os gustáis con aplausos de vuestros adláteres y sin derecho a preguntas de los medios, se percibe con claridad que ya no quedan excusas ni justificaciones, ni tampoco retorcidas fórmulas lingüísticas que puedan limpiar vuestro enlodado nombre. No tenéis honor, y habéis dejado patente que tampoco compasión por el débil; así pues, jamás obtendréis de mí más que lo inevitable -el respeto, por supuesto, os queda ya demasiado lejos-. Lo único que os resta por hacer es marcharos. Y los que vengan, que primeramente cambien leyes electorales y de funcionamiento de partidos políticos, o recibirán por mi parte, y por parte de toda persona que así merezca llamarse, el mismo desprecio que sus antecesores.


Alberto Martínez Urueña 21-07-2013