jueves, 28 de junio de 2012

Una nueva última oportunidad


            Una nueva cumbre europea. Barra libre en el hotel y canapés para todos en los descansos de los debates. Fotografías de guiñoles sonrientes con un fondo azul celeste con estrellas de cinco puntas. Discursos leídos ante las cámaras de grandes palabras huecas que ocupan tiempo sin concretar nada. Subida de la prima de riesgo y bajada de la bolsa el mismo lunes. Portadas atónitas y descreídas en todos los medios de comunicación. Intentos de justificar el viaje y las dietas que se han marcado con la reunión. Si siguiésemos la regla estadística de los grandes números, aquella que, de una forma un tanto chabacanamente descrita, nos dice que suele suceder lo que ha sucedido antes (como dar vueltas alrededor del sol montados en una roca que viaja a ciento ocho mil kilómetros por hora), el lunes nos estaremos llevando nuevamente las manos a la cabeza al ver la zafiedad argumental con que unos señores, y por supuesto señora, defienden sus intransigentes y nacionales posiciones, en lugar de ir a la solidaridad transnacional de la que hablan los tratados de la Unión Europea. Eso es lo que llevamos viendo desde hace cuatro años con palmaria rotundidad temporal, y lo que se llevaba barruntando desde hace bastantes más años, observando como Alemania y Francia se pasaron por su Arco del Triunfo, o por su Puerta de Brandeburgo, los criterios de convergencia en cuanto al déficit público y a la deuda pública. Efectivamente, esos heraldos de la economía restrictiva y de la disciplina fiscal se olvidan ahora de que ellos los infringieron allá por los primeros años del siglo veintiuno, además de negarse a aplicar los mecanismos de sanción que ellos mismos habían creado.
            Pero a lo que íbamos. Una nueva cumbre en la que los ciudadanos ponemos la cama a modo de dinero público para ver si hacen bien su trabajo y en la que después nos convertiremos en trabajadores sexuales, porque acabaremos jodidos a base de reformas estructurales. E insisto, no es por ser catastrofista, pero llevamos cuatro años con las mismas zarandajas.
            Aunque cabe la posibilidad de que por una vez esas mentes maravillosas de nuestro mundo occidental se pongan de acuerdo y decidan de una vez por todas seguir hacia delante todos juntos, articulando desde la Unión Europea dos aspectos fundamentales. El primero, a medio y largo plazo, consistiría en estructurar de una vez por todas una arquitectura política y económica común, no este cuadro abstracto pintado a brochazos que hoy en día es Europa; un mastodonte terciario incapaz de moverse a la velocidad que le exige la realidad circundante y que amenaza con llevarse por delante todo lo que le rodea con su paso torpe y desacompasado. El segundo aspecto sería a corto plazo, y consistiría en dar una salida en el plazo de tiempo más reducido posible a todos esos millones de personas que viven en la desesperanza y la angustia; ese grupo social que debería ser la verdadera medida evolutiva de una sociedad, y no un agregado macroeconómico llamado PIB que mezcla churras con merinas y permite ocultar las miserias inhumanas que crea un sistema económico autómata y desalmado. No por sí mismo, pues un sistema económico no piensa, pero cuando se les deshumaniza, se convierte en el primer causante de todos los problemas.
            Cabe esta posibilidad, decía, y sería la más aplaudida por el que os escribe, pero eso me plantearía una nueva cuestión y motivo para romper más de una cabeza enhiesta entre cuello blanco almidonado. Habría que exigir ciertas cuentas y facturas a esos robots del Consejo Europeo, la Comisión y el Parlamento, cuentas que serían los números acumulados durante cuatro años, a un tipo de interés de mercado, y que responderían a la cuantía amontonada durante este tiempo de personas que han perdido la ilusión por vivir, añadida al número de depresiones laborales derivadas de la crisis, sumada a los problemas mentales irreversibles provocadas por situaciones insostenibles y multiplicada por los casos de malnutrición infantil que se han acaecido en este tiempo. En este caso, a estos señores sí que les saldría una hipoteca que tendrían que pagar varias generaciones sucesivas a la suya, como una mala hipoteca concedida en España en el año dos mil seis. Quizá, si tuvieran algún tipo de incentivo, al margen de su honorabilidad y búsqueda del interés público, sobre los cuales llevan haciendo sus necesidades todos estos años, no habríamos llegado a una situación como la que tenemos.
            A nosotros, como ciudadanos, nos quedan varias tareas pendientes. En los textos precedentes he dejado algunas ideas. Otras irán surgiendo. Sobre todo, y con carácter previo a las demás, dos cuestiones sencillas: por un lado, hacernos responsables de nuestra vida pública de una vez por todas; y por otro, fundamental, huir de toda esta agresividad que nos tiraniza y encadena, provocada por ellos con intereses retorcidos para que no nos unamos entre nosotros, y que nos impide ver que sólo tenemos que intercambiar opiniones para ver de qué manera podemos ser una sociedad cohesionada y conjunta, y no varios millones de personas incapaces de verse y de convivir entre sí.

Alberto Martínez Urueña 28-06-2012

miércoles, 13 de junio de 2012

Rehumanización


            Escribía la semana pasada, en el texto titulado  “¿Qué nos queda?”, la que creo mejor opción de comportamiento en nuestra vida cotidiana, sobre todo, teniendo en cuenta la que nos está cayendo por culpa de cuatro políticos cobardes incapaces de proteger al ciudadano, y por culpa de otros cuatro políticos hijos de puta que están corrompidos por el sistema y por los señores feudales que pagan la factura de sus campañas electorales fraudulentas y de sus modos de vida desvergonzados. Lo orientaba desde un punto de vista económico, para hilarlo con la situación en la que nos encontramos, con un bombardeo continuo al respecto de ese tema tan importante. Qué duda cabe de que si falta una nómina todo lo demás sobra, y esas cosas. Pero también para mostrar que vivimos en una sociedad economizada en todas sus instancias, y que el dinero contante y sonante es la medida de cada cosa, de cada objeto, de cada vida…
            El objetivo de la ciencia (social) económica fue, desde su nacimiento, e incluso cuando había una serie de conceptos dispersos, de dos tipos: por un lado, hacer que los sistemas económicos, como pueda ser una empresa, consigan un funcionamiento ordenado y, por otro lado, describir el funcionamiento y comportamiento del ser humano en cuanto principal agente del sistema. El problema llega cuando una ciencia social se convirtió en otras dos cosas: en primer lugar, se convirtió en la herramienta que utilizaron algunos para acaparar esos recursos escasos de los que habla la propia noción de Economía; en segundo lugar, para la gente normal, dejó de ser una herramienta para convertirse en el sistema que marca los objetivos. Ella misma se convirtió en el objetivo primordial, en la máquina de medir, convirtiendo un sistema de precios relativos, útil para hacer comparaciones entre objetos, en un mecanismo para medir incluso la valía de las propias personas, según su capacidad para generar beneficios. Beneficios económicos, claro. Pensad una cosa, la economía no utiliza los precios como medida absoluta y última de los objetos: lo que hace es utilizar un concepto llamado utilidad y un sistema de precios relativos para comparar utilidades entre distintos productos. Por eso, hablaba de la capacidad que tenemos para cambiar incluso la producción que nos rodea, a través de la valoración de la utilidad que hagamos de cada producto que podamos conseguir, más o menos ético o moral.
            Pero me preocupa en este texto la perversión que ha supuesto el establecimiento de la Economía como forma de medir a las personas. Quizá de manera directa no hablamos de que las personas tengan un precio mayor o menor. No lo hacemos con precios monetarios, eso está claro, y fue todo un logro la erradicación de la esclavitud; sin embargo, desde luego que valoramos más o menos a unas personas en función de una serie de parámetros. ¿O acaso no admiramos más o menos a unas personas que a otras en función de aspectos o resultados que, mirados de manera aséptica, no son del todo honestos? ¿Quién no ha admirado la capacidad de tal o cual empresario en función del éxito económico de su empresa? ¿No son noticia los contratos multimillonarios de ciertos deportistas? Utilizamos un sistema muy parecido al de la microeconomía y su teoría de las utilidades marginales decrecientes (quien pueda, que me siga) para aplicarlo directamente a las personas, utilizando precios relativos entre individuos que, si bien no son medibles en euros, sí que pueden ser igual de perversos. Por ejemplo, desde un punto de vista egoísta, la utilidad que me puede reportar tener tales o cuales conocidos, o adoptar tal o cual comportamiento con unos o con otros.
            Yendo un poco más lejos, tenemos conceptos como la competencia entre trabajadores, la consecución de aspiraciones, la obtención de resultados, la fijación de objetivos que impregnan nuestra manera de ver la vida. Una vida que, cuando menos, aceptamos como un mal menor para conseguir una serie de cosas que una y otra vez no hacen más que defraudarnos.
            Yo nunca he negado las bondades intrínsecas de ningún tipo de conocimiento, y la Economía es uno de tantos, como la Filosofía, la sabiduría del refranero popular, la Meteorología o la fisión nuclear. Sería una estupidez lo contrario por un motivo muy sencillo: el mundo, la evolución humana y el conocimiento avanzan hacia delante, no hacia atrás. Sin embargo, por una serie de motivos que deberían ser investigados (sería un estudio sumamente interesante), hemos otorgado a la Economía un lugar en los altares que no le corresponde, hemos economizado al ser humano. El camino a seguir desde este momento debería ser dar un paso más allá.
            Uno de los motivos por los que la elevamos de tal manera fue porque, de manera innegable, un cierto grado de satisfacción material era indispensable para el ser humano: comer todos los días, calefacción en invierno, etcétera. Sin embargo, una vez alcanzado, ha de ser el tiempo de devolver a la Economía a su lugar y, siguiendo esa evolución humana que nos llevó a convertirnos en el Homo Economicus, intentar humanizarla de una vez por todas. Y eso, como decía en el texto de la semana pasada, únicamente se puede hacer desde el plano individual de cada uno, y desde su propia responsabilidad.

Alberto Martínez Urueña 12-06-2012

miércoles, 6 de junio de 2012

¿Qué nos queda?


            Es un hecho que la actualidad está economizada de los pies a la cabeza, tintada por la ineptitud política, y cuando no, por la desvergüenza pública. Los mensajes que recibimos son única y exclusivamente con la intención de generar nuestra simpatía o animadversión hacia tal o cual opción, utilizando además mensajes cuando menos, sesgados, y muchas veces falsos. Escuchamos tertulianos que nos desbordan las meninges con sesudos silogismos que parten de mayores que son incorrectas, y así toda la secuencia queda pervertida, y lo único que nos queda es un razonamiento falaz e inservible. Somos víctimas continuas de demagogias (la culpa es de los mercados que no nos quieren), oportunismos (que la iglesia pague el IBI, después de haber estado ocho años en el Gobierno), mentiras (las “profundas” reformas, que no flagrantes “recortes”, son las que nos indican desde Europa)… Sinceramente, da la sensación de que estamos presenciando la agonía de un moribundo que se resiste a aceptar que se va y se engaña, y también a nosotros, con argumentos de que sus síntomas son coyunturales y se le pasarán en un par de días. Esa es la auténtica mentira.
            Creo sincera y firmemente en que estamos en un punto de inflexión de nuestra cultura occidental por múltiples síntomas y motivos. Creo, verdaderamente, que se están deconstruyendo las bases y conceptos sobre los que se ha ido alzando la evolución humana en los últimos años, quizá décadas, puede que incluso un par de siglos o tres. El principal objetivo en la Historia del hombre, desde hace miríadas de años ha sido alcanzar un bienestar material suficiente que garantice una vida digna a todos los estamentos de la sociedad. Eso lo conseguimos hace ya tiempo (aunque ahora estemos en una situación crucial para muchos), cuando la hambruna generalizada desapareció, las muertes por el frío, las enfermedades asociadas a condiciones de vida desastrosas…
            Sin embargo, vemos el espectáculo a que nos han acostumbrado nuestros líderes sociales y nos entran ganas de radicalizarnos de alguna manera. Aunque sólo sea con la boquita pequeña, pero nos encantaría montar una revolución y destruir el antiguo régimen, como hicieron en Francia hace más de doscientos años, derrocando los privilegios en los que viven enrocados los poderosos que nos dominan y desangran. Pero sabemos también que, por un lado, hemos eliminado la violencia de nuestra vida y hemos salido ganando, y por otro lado, la Historia nos ha enseñado bien aquello de “a rey muerto, rey puesto”. Muchos vemos esta debacle que en otras épocas habría hecho que el pueblo se alzase en armas, y nos planteamos con seriedad cuáles son las posibilidades que nos quedan a las personas del pueblo llano, aquellas en las que, por la Ley escrita, reside la soberanía, pero que nos robaron nada más firmada y sancionada.
            Las soluciones no parten de los grandes movimientos. Ya no. Los poderosos han sabido armarse contra las revueltas estudiantiles dándoles un futuro y una familia, y así convertir a jóvenes rebeldes en padres (y madres) de familia con una responsabilidad y unas cadenas; han solucionado los problemas sindicales sobornando las conciencias con teorías económicas y los bolsillos con billetes manchados de lágrimas de parados; han encontrado la forma de que el pueblo llano mantenga la boca cerrada con la sociedad de consumo; han ocultado la miseria tras cifras llamadas, verbigracia, umbral de pobreza en nuestras sociedades avanzadas. Nos han ganado la mano en todas esas cuestiones, y esto es un hecho. ¿Qué nos queda, por tanto, al margen de la cómoda desesperanza?
            Al menos nos queda nuestro pequeño reducto personal, nuestra capacidad, dentro de las cortas posibilidades, de hacer con nuestra vida lo poco que podamos. La sociedad se ha economizado, pero eso nos ha mostrado las leyes de la oferta y la demanda y de esa manera, bajo nuestra responsabilidad, podemos demandar aquello que consideramos justo y rechazar lo que pensamos denigrante. No hablo de volver a las cavernas, pero podemos orientar nuestra vida hacia un consumo responsable que, por un lado, quizá sea más costoso en algunos aspectos (la energía limpia es, en principio más cara), pero que por otro lado, sea más barato en otros, como por ejemplo, un consumo en bienes materiales orientado hacia las verdaderas necesidades en lugar de llenar la casa de trastos inútiles. Esto no es desmontar la sociedad ni dañar la economía; al contrario, es cambiar los patrones de producción de unos bienes y servicios hacia otros, y al tiempo hacer a nuestro entorno más humano, convirtiendo a la Economía en un instrumento para ello, y no en un fin en sí misma.
            Y en el aspecto público, votar masivamente en las elecciones, demostrando nuestro interés por las cosas comunes, pero no votar a nadie que no haya demostrado ser honesto, y exigirle auténticas responsabilidades cuando deje de serlo. Un voto responsable.
            Puedo aseguraros que hay un movimiento creciente de personas que quieren hacer algo distinto; que anhelan volver a su propio ser, alienado por las circunstancias; que quieren volver a sentir, en lugar de seguir adormilados; que están buscando algo en lo viejo, en el pasado, pero que tienen que mirar hacia delante, al futuro, y construir lo nuevo. Creo que el vacío ha de ser llenado y quizá entonces, dejaremos de ser esclavos del miedo que nos tiene atenazados. Miedo a hacer lo que, de manera objetiva, sabemos correcto. Lo importante no es que tú no puedas cambiar el mundo con tus actos (eso lo sabemos hace tiempo): el objetivo hace tiempo que debió de dejar de ser cambiar el mundo. Lo importante es que tú, en tu propia individualidad, te sientas satisfecho con lo que eres.

Alberto Martínez Urueña 6-6-2012

viernes, 1 de junio de 2012

El Testa


             De antemano, pido disculpas, porque sé que no soy el más adecuado, o el más representativo para poder hablar de este tema. Hay muchos, entre vosotros sin duda, que estáis mucho más autorizados para ponerle frases a esta cuestión, pero soy yo el que escribe en este caso y, con todo el respeto para vosotros, y para el tema, voy a darle un toque personal.
            Las cosas son, en principio asépticas, inocuas. Tienen sus propias características físicas (alto, ancho, profundo), sus rasgos distintivos (rojo, con tal o cual particularidad), pero somos las personas las que les conferimos su auténtica personalidad. O más bien, a través de nosotros, la adquieren, cobran vida, y se convierten en algo más allá de lo que serían en un principio. Podemos recordar una estancia en la sala de espera del director del colegio, o quizá en la consulta de un médico. Podemos también recordar aquel rincón donde jugábamos con nuestros compañeros de colegio, una pista de baloncesto, o puede que la puerta del bar donde nos reuníamos con nuestros bocadillos y bollos del almuerzo. Cada uno tendrá su propia idiosincrasia, surgida a través de nuestras vivencias. Y uno de esos lugares, ganados a pulso, con tantos recuerdos, fue el Testa, y uno de sus aditamentos imprescindibles: el rincón del fondo, donde se sentaba ella, en aquel taburete, y nos observaba con aquel gesto, medio divertido, medio acusador, siempre amable con quien lo merecía, siempre educada con quien merecía lo contrario.
            Cada uno de nosotros tiene tantas historias vividas en aquel garito nada resultón que parece mentira que hubieran podido darse todas juntas. Algunos curramos en la barra (muchos menos en la puerta), conocidos a muchos amigos, a nuestras parejas… Yo conocí a la mía allí, conocí a mucha gente, y con algunos de mis principales amigos empezamos la relación en aquella barra, con cachis de la mano y música estupenda de fondo. Me volvía loco ver al pincha, por ejemplo mi primo David, y gritarle desde el otro lado del bar que pusiera tal o cual canción, y que al poco empezase a sonar, y gritarla (porque al parecer cantar no es lo que mejor se me da) hasta quedarme afónico, con toda esa gente alrededor gritando conmigo.
            Era el bar de las fiestas de Valladolid en la Plaza de Cantarranas, donde entrabas a por una cerveza y te quedabas a la puerta porque allí estaba todo el mundo, conocías a unos a otros, hablabas, te encontrabas con gente que hacía mil años que no veías…  Siempre había posibilidades ocultas en los recodos de las agujas del reloj de cada noche para que sucediese algo impactante, novedoso, que hiciera aquella jornada distinta del resto. Aunque aquello fue siendo cada vez más complicado, daba igual, porque cuando no sucedía aquello siempre te quedaba la posibilidad de que se convirtiese en el refugio que necesitabas después de varias horas de vagar por otras barras y otras copas.
            Tere estaba allí, al fondo, desde primera hora, hasta que cerraba. A primera hora podías hablar con ella un rato y te contaba una u otra historia, te comentaba lo del IVA trimestral, lo del chaval aquél que no le había hecho caso el día anterior, lo de la pensión… A veces le echaba una pequeña bronca a Edu o a Alberto porque, las cosas como son, se la merecían por crápulas, y después nos invitaba a las copas y parecía que te habías ido sin pagar del bar. Algunos como Mariano, algunas veces lo hicieron. En esa barra, aprendí a jugar al Balance con Pablo, enseñé a César a hacer el colibrí, canté con David la versión de Stravaganzza de Hijo de la luna, charlé con un Kanito un poco borracho y tratamos de emborrachar a un Lucas demasiado sobrio. Yolanda entraba en la barra sin pedir permiso y te ponía unas copas a tres euros, esperabas con paciencia tu turno para entrar a aquel sucedáneo de letrina y quizá aprovechabas que currabas de portero para meterle fichas a alguna moza que anduviera por allí.
            Y la Tere era la testigo de todo aquello, desde su trono, en su reino. Porque si de algo no tengo la más mínima duda es que hay territorios por los que puede pasar mucha gente como nosotros, pero el rey, o en este caso la reina, era una. A la que todo el mundo quería saludar, a la que muchos criticaban por esto y por aquello, el faro que observaba en silencio la tempestad ruidosa. La que me decía que iba a tener que ir a la consulta de mi madre porque me iba a romper la garganta de tanto gritar…
            Ese faro se ha apagado, como se apagaron todos. Unos brillaron más y otros menos entre las tinieblas de esta noche que a veces es el mundo; sin embargo, en aquel mundo, sólo hubo una, y he de darle unas gracias infinitas a Tere por crear aquel Cámelot particular donde muchos de nosotros pudimos soñar despiertos, y, por suerte, en algunos casos, conseguir que aquellos sueños se volvieran realidad.

Alberto Martínez Urueña 30-05-2012