martes, 19 de octubre de 2010

La casa (parte III)

Corrió despavorido hacia la entrada. Los sentidos afilados por el miedo le arrojaron un sinfín de sombras danzarinas que, incuestionablemente, eran provocadas por “aquéllos” que le observaban desde las sombras. Sin fijarse en ninguno de los rincones, pero viéndoles todos, llegó hasta la puerta, jadeando de terror, y accionó el picaporte, deseando salir de aquella casa lo más rápido posible. No tardaría ni dos segundos en cruzar aquel jardín desvencijado y herrumbroso, en dejar atrás las nudosas zarpas de los árboles, en abandonar aquel reino de arbustos moribundos…
El picaporte giró, pero la puerta no se movió ni un solo centímetro. Francisco dio un alarido de pavor que habría helado las brasas del infierno y se tiró contra ella, tratando de derribarla. No se movió ni un ápice, y sintió una gélida corriente de aire en la nuca, intermitente, que le puso los pelos de punta. Supo sin lugar a dudas de que la casa se estaba burlando de él, divirtiéndose a su costa.
Corrió al salón y fue a las ventanas, pero estaban aseguradas con barrotes carcelarios y adornos sinuosos, que tenían una extraña similitud con la sonrisa macabra de algún duende. Trató de abrir una, pero no consiguió nada, como si al otro lado, una mano imperturbable tuviese aferrado el marco por fuera. Dio un grito e insultó sin criterio, ordenando al espíritu que le permitiese salir de allí. Fue cuando escuchó, sin lugar a dudas, una carcajada que llegaba del sótano de la casa. Si se hubiese mirado en el espejo de la entrada habría visto como, en segundos, se le quedó el pelo completamente blanco.
Salió del salón con el rostro ceniciento y desencajado, pasó por delante de los cuadros de los propietarios sin atreverse a mirarles y corrió por toda la planta baja. Todas las restantes ventanas estaban cerradas y con barrotes. La puerta de la cocina totalmente inmovilizada, como la de entrada. Al intentar abrirla, la puerta del sótano empezó a abrirse, y resonó una nueva carcajada, acompañada de arrastres de pies. Se quedó literalmente paralizado, algo en su cerebro se desconectó y se quedó mirando aquella boca abierta y negra que se le asemejó a la antesala del infierno.
“El miedo es el mayor enemigo del hombre”, le había dicho una vez su abuelo. Recordaba la cara seria y la voz grave del anciano, con los ojos delirantes de fiebre horas antes de morir de tuberculosis, cuando le llevaron a darle el último adiós. Con los ojos amarillentos, ya conectados con la muerte, le dio la última lección que pudo, y en aquellos momentos, desde luego, su abuelo había tenido una visión premonitoria.
El ruido de arrastre en las escaleras era tan palpable que le daba la sensación de que aquellos pasos le estaban pisando por la espalda, justo por encima de aquella sensación de gusanos fríos corriéndole por la espina dorsal.
“Ya eres mío”, dijo una voz cavernosa y húmeda que reverberó desde aquel pasadizo preparado para tragársele, y se extendió por todas las paredes, con una vibración maligna como sólo podía hacerlo una voz venida de otras dimensiones. Francisco sintió que el corazón estaba a punto de detenérsele, y entonces reaccionó y salió corriendo hacia la parte alta de la casa. Vendería caro su pellejo.
En la primera habitación que encontró, abrió a la puerta y se acercó hasta la ventana. Justo daba encima del porche delantero, sobre el tejado, así que no lo pensó más veces. Dio unos pasos hacia atrás cogiendo carrerilla y se lanzó contra la ventana.
Fue como toparse contra un muro granítico. La ventana se rompió, pero algo le detuvo justo a milímetros del límite que establecía el marco de madera, sintiendo como si le arrancasen algo del pecho con un dolor insuperable. Golpeó desesperado, pero una columna de materia invisible no cedía ni una sola fracción. A sus espaldas algo se movió, entre las tinieblas. En los reflejos de los cristales rotos vio el dintel de la puerta. Una figura encorvada, con los ojos brillantes en un rostro semioculto, acompañado por una infinita oscuridad.

Los amigos se cansaron de esperar y se acercaron a la valla. Estaban observando cuando vieron que una de las ventanas superiores se rompía y su amigo caía desde lo alto. Dieron un grito al verle desplomarse contra el tejado del porche y después rebotar contra las escaleras hasta llegar al suelo. Saltaron la valla y corrieron hasta él. Estaba completamente blanco, el pelo, el rostro ceniciento, los huesos rotos por el golpe.
Pero lo que más les aterrorizó fue la expresión de absoluto terror que reflejaban sus ojos muertos.
Lo que no pudieron explicar, ni tampoco la policía cuando llegó a estudiar los hechos acaecidos, fueron los gritos que escucharon después de muerto, las carreras por la casa, y los rugidos y amenazas, así como las carcajadas que se escucharon acto seguido. Francisco les veía por las ventanas de la casa, llamándoles, viendo su cuerpo muerto sobre la tierra, mientras aquella figura le perseguía por todos los recodos de la casa.

Alberto Martínez Urueña 16-10-2010

lunes, 4 de octubre de 2010

La casa (parte II)

Dio dos pasos hacia el interior, al pequeño recibidor. Traspasar aquel umbral fue más que un paso, más bien un salto a un precipicio, con una sensación de vértigo en el estómago semejante a la que había tenido cuando vio como atropellaban al perro Murphy de su vecino en la carretera. Tuvo la sensación de que una vibración reverberaba por las paredes y el suelo de madera, haciéndole resonar a él también junto con la casa, como una pieza más de aquel engranaje de madera.
Había un pequeño aparador de madera con la repisa de mármol con vetas negras. Los tiradores de los dos cajones centrales y de las puertecillas inferiores eran dorados, artesonados con flores, cubiertos de mugre. Encima se veía un espejo con el fondo descolorido, cuyo reflejo parecía distorsionado, como el fondo de un estanque en una tarde de viento: parecía que había algo más al otro lado del cristal al margen de la pared del frente, danzando un baile tétrico provocado por las motas de polvo que se movían caóticas por la corriente que dejaba la puerta abierta. En el reflejo dos cuadros, dos rostros reflejados que le observaban terribles desde la pintura.
Él era el señor Martín, el antiguo propietario de la casa, un viejo con el rostro retorcido en una mirada oblicua, severa y reprobadora, amenazante, que parecía advertirle sobre aquel allanamiento y sus consecuencias. Llevaba un capote negro sobre los hombros que le recordaba a pinturas antiguas, y que le daba el aspecto de un cuervo preparado para atacar a su víctima. Calvo y con la nariz aguileña, con aquellos ojillos hundidos en el cráneo pelado, le hacía sentir como si un depredador le observase.
El otro cuadro era de una mujeruca, la señora Rudiez, de labios hundidos, arrugas marcadas en su escarpado rostro y un pelo ceniciento recogido en un moño desaliñado. Se le veía el cuello de una blusa, almidonado y alto, y un colgante de un simbolismo extraño. Desde luego no era nada que hubiese visto anteriormente. El pintor debía ser un gran conocedor del alma humana, pues había recogido con perfecto detalle su mirada enloquecida de ojos saltones y febriles, como si al otro lado del artista se encontrase alguna puerta desconocida a un infierno escalofriante.
Ellos eran los últimos propietarios conocidos de la casa. Hacía ya más de treinta años que se había quedado deshabitada, y la ausencia de actividad en ella hacía parecer que estaba abandonada, en manos de algún acreedor, o de un banco. Habían muerto sin descendencia conocida, a pesar de que en el jardín había un parquecillo preparado para jugar. En aquellos años, debió de ser un lugar agradable con una fuentecilla y rincones sombreados. Hoy en día era un lugar herrumbroso y gemebundo, con los dedos nudosos de los árboles cerniéndose sobre los columpios, con la fuente seca convertida en cementerio de hojas.
No se sabía qué era lo que había pasado. En realidad, sí, pues los primeros en entrar en la casa aquella mañana habían sido los ayudantes del médico del centro de salud, un par de muchachos que vomitaron el estómago entero y después se regodearon en el bar del pueblo contando la imagen del dantesco asesinato y suicidio posterior de la señora Rudiez. Los niños elucubraban desde entonces y los rumores hablaban, comentaban cosas horribles, como que se paseaba por la casa exhalando risotadas y graznidos propios de un grajo, buscando a su marido para volver a matarlo de nuevo. Se decía que confundía a cualquiera que entrase en la casa con el difunto, y que le hacía todo tipo de atrocidades antes de comerse el corazón del desafortunado.
No contribuían especialmente a calmar aquellas historias el hecho de que el señor Martín había aparecido con el pecho abierto de par en par y eviscerado; tampoco las desapariciones de niños que, durante aquellos años, habían tachonado las efemérides del lugar. La verdad es que todas aquellas desapariciones había quedado debidamente justificadas: viajes por estudios, embarazados no deseados, un par de delitos menores y una muerte en accidente de carretera a decenas de kilómetros de allí. Sin embargo, como esas desapariciones no se habían acompañado del testimonio del desaparecido, alimentaban la imaginación de las mentes más etéreas.
Y desde luego, aquellos pensamientos no contribuían a calmar a Francisco. Se dio cuenta de que llevaba varios minutos, no sabía cuántos, mirando el rostro de aquellos dos personajes y dejando vagar su pensamiento por todas aquellas murmuraciones que recorrían el lugar desde hacía años.
Dio un par de pasos más hacia dentro, hasta la primera puerta a la derecha que daba al salón que había visto por la ventana. Sintiendo como los cuadros de la entrada le observaban fijamente, con sus ojos terribles, entró en la habitación cubierta de polvo. Allí había multitud de objetos que podría coger como prueba, pero justo en ese momento empezó a escucharlo. Un ruido. Leve, como un susurro, o más bien como un arrastre que empezaba y se detenía, empezaba y se detenía. Pies que se arrastraban en el piso superior.
El pelo de todo el cuerpo se le erizó y apunto estuvo de soltar un grito. Lo habría hecho de poder exhalar una palabra. Y casi estuvo a punto de perder el sentido cuando la puerta principal de la casa, con inusitada violencia, arrastrada por una corriente de aire repentina, se cerró de golpe.

Alberto Martínez Urueña 4-10-2010