jueves, 21 de mayo de 2009

El aconsejador

Al final, ni progreso, ni apertura de mente, ni nada por el estilo. Acaba resultando que todas esas patrañas que nos cuentan son mentira y no vale un carajo vivir o no vivir más o menos: o estás dispuesto a aprender algo o seguirás viviendo en la maldita ignorancia. Al respecto, hablo de cómo poco a poco voy conociendo más gente que va cumpliendo esta sentencia de forma exacta y se despeñan por esos derroteros sin ningún tipo de pudor ni vergüenza; haciéndolo además a gritos, para que todo el que esté cerca, quiera o no quiera, pueda participar de su truculencia.

Como ya sabéis todos, o la mayoría al menos, ahora estoy viviendo en Madrid, cerca de Puerta de hierro, allí donde los campos de golf crecen como setas entre mansiones de película. Como ya me dijeron hace unos meses, me encontraría de todo, y es totalmente cierto: gente interesante y los del otro lado, a los que no pongo calificativo, porque cada uno llevaría el suyo personalizado, como los móviles. La cuestión a la que me refiero es que he conocido gente que ha vivido lo suyo, que ha visto y ha pasado por diversos lugares, diversas situaciones y conocido multitud de personas. Siempre había pensado que eso daba un conocimiento más amplio de la situación vital, de entendimiento a cosas diferentes, de apertura de mente y aceptación de las cosas que son distintas a lo nuestro. Pero he visto que tampoco depende de esas circunstancias. Al final te da lo mismo si has viajado a dos o a cien países distintos: si sólo has sido capaz de ver lo superficial del lago, no podrás hablar nunca de lo que había en las profundidades. No sé muy bien de qué depende, pero esto es así.

Me resulta curioso, porque en esta vida que tenemos en la actualidad en la que parece que reine la libertad y lo diferente entre las personas, es una época en la que más se condena la posible divergencia. No es que se pegue a nadie por ser de tal o cual forma de ser, y salvo raras excepciones, hace tiempo que no escucho en las noticias las peleas que había en mi adolescencia a este respecto. Sin embargo, las personas tienen esa extraña prepotencia de pensar que su opción es la más válida y los demás están equivocados; son ellos los que han encontrado la manera de vivir más adecuada y a aquéllos que no siguen ese modo de vida se les trata con una hiriente condescendencia. No son ya aquellas ansias de marginar que había hace años; ahora lo que se hace es utilizar esa melodía chirriante en que se convierte la frase: “Ahí cada uno con su vida…”, pero dicho con ese beneplácito que perdona, cuando no es ni por asomo una cuestión de perdonar a nadie.

Hay posibilidad de conocer, desde luego, todos podemos mirar hacia fuera y ver lo que hace el vecino. Y si no lo ves, te lo imaginas, que la libertad actual no ha curado eso, y según ves andar a una persona por la calle ya sabes no del pie que cojea, sino casi la manera que tiene de dormir sobre su colchón. En todo caso, al ver esto, rápidamente surge la figura del aconsejador, de la persona encargada de velar por los demás y tratar de solucionar los males que azotan a todos los que, al contrario que él, no saben, no entienden, no han vivido, etcétera. Acude sin que nadie le haya solicitado consulta y rápidamente se pone a advertir a sus semejantes de los terribles peligros a los que deberá enfrentarse si continúa en su actitud equivocada. Por supuesto, cuando no aceptas su visión, sus palabras y sus recomendaciones, monta en cólera y carga sobre ti, sobre tu ignorancia y sobre la madre que te parió. Eso, o simplemente adopta esa postura de mirarte con pena, y decirte lo de “Bueno, cada uno con su vida…”, mientras le ves que se te está carcajeando en la jeta, esperando el momento en que te caigas del burro para venir a levantarte con esa actitud heroica del que, a pesar de lo cabrón que eres por no hacerle caso, no se separó de tu lado en este trance de gilipollismo que te nubló la vista. Por desgracia he visto ya a alguno que otro, y haciendo de tripas corazón, les he escuchado y después, sin ni tan siquiera dar mi opinión (para qué), me he ido con toda la educación del mundo. No seré yo el que caiga en lo mismo, acepto su realidad con total respeto, pero yo viviré mi vida como quiera.

La figura paternalista no pedida es algo tan extendido que no hace falta irse al Congreso de los Diputados para tener que sufrirlo, ni poner la televisión a eso de las cinco de la tarde para que salga la panda de víboras del tomate que desvelan todos los secretos del saber hacer vital que todos necesitamos. Porque todo es cuestión de modelos en esta sociedad de ganado paciendo en calma en sus rediles, ya que cuanto más copias, más absurdamente seguro estás del rol que asumes en esta estratificación grupal.

Por eso me gusta la gente distinta, la que hace lo que cada momento le sugiere sin abrazarse a clichés prefabricados que no satisfacen a nadie. Todos al final tenemos algo de copia, es inevitable, no somos vasos estancos, y aprendemos muchas veces, si no la mayoría, por repetición. Sin embargo, admiro a esos que se saltan las reglas y hacen cosas que en teoría no deberían hacer (siempre que no hagan daño a nadie, obviamente, ni tan siquiera a sí mismos, que hay mucho de eso), a los que no quieren pasar por demasiados caminos trillados y tratan de encontrarse a sí mismos (aunque esto no lo hagan de forma consciente es a lo que lleva si le pones un poquito de atención), a los que antes de que los demás den su opinión ya han tratado de formarse la suya (aunque no la expresen o la cambien una vez valoradas otras). Por eso admiro a los que son raros (sinónimo por ejemplo de extraordinario), porque es mucho más complicado eso que ser una persona ordinaria y anodina, es más valiente ser creativo y marchar campo a través, es más productivo generar oportunidades que ver cómo se pasan por delante una a una de manera continua sin ser capaz de levantarse del sofá de la desidia. Los que aceptan la figura del aconsejador, aceptan su divergencia como algo natural, pero son fieles a sí mismos sin miedo, sabiendo que la realidad se ve desde múltiples vértices por naturaleza.

Alberto Martínez Urueña 21-05-2009

miércoles, 6 de mayo de 2009

Teorizando

Después de escribir un texto como el de “Trechos”, nos ha venido bien a todos un ligero descanso. Sé que a veces esta columna se puede hacer demasiado extraña, por no utilizar palabras más gruesas, pero constatable resulta que este tipo de literatura se utiliza tanto para despellejar gente a mansalva como para hablar de experiencias personales, y a mí nunca me gustó demasiado la peletería. Sé que cuando reduces el estilo no entran todos los posibles lectores: para algunos será demasiado árido, para otros carecerá de base, para otros simplemente será estúpido, pero habrá alguno que disfrute o incluso le valga de algo. Al final sólo puedes elegir y yo elijo. No es que me esté disculpando, claro; sólo es otra introducción que he orientado desde una especie de justificación no requerida.

Supongo que en esta vida hay quienes estamos todo el día teorizando y pensando en abstracto, y yo tengo bastante de eso. Aquellos que me conocéis lo suficiente lo habréis sufrido en vuestras carnes en algún momento; e incluso algunos me lo habréis recordado, mirándome con cara de incomprensión. Mis padres siempre me decían de pequeño que me pasaba el día con pájaros en la cabeza, y que así no se hacían las cosas, y hasta cierto punto imagino que tendrían razón. Sin embargo, no deja de resultar una necesidad por muchos motivos, empezando por una mentalidad excesivamente dada al cuento y a la historia irreal y ficticia, de esas que buscan los mundos paralelos y las realidades alternativas, primero en los cuentos y después en los bares.

Otro motivo para hacer esto lo explicaré razonablemente a mí manera y a ver qué tal efecto hace: si ya de primeras, según ves determinado tipo de actitudes o cuestiones en muchas personas, que te sugieren que no es tan malo odiar la raza humana y todo lo que ello conlleva, quizá necesitas un buen reseteo de cabeza y empezar de nuevo. No es todo tan extremo lo que me ocurre, pero no se deja llevar tanto por la fábula, y quien no lo crea, que le eche un vistazo a mis primeras poesías, o a mis primeras canciones, y verá de lo que hablo. Incluso ahora mis versos tienden bastante a ser negros y oscuros, y a veces también un poco a dar pábulo a la desgracia y a la tragedia. No es que tenga una rara inclinación que me lleve a empantanar todo lo que veo, pero sólo con un vistazo superficial es como se me han aparecido muchas realidades ante los ojos. Si miras hacia la vida pública ves la lujuria desbordada de poder que algunos detentan, ya sean políticos, tertulianos o futbolistas, y lo primero que me viene a la cabeza es que hay gente que sobra. Si sales de parrandeo los fines de semana y ves determinadas actitudes de los jóvenes y de los no tan jóvenes, directamente rezo un rosario por los años futuros y les encomiendo a San Pancracio. Si veo a las religiones pugnando entre ellas por tener la Santísima Verdad en su agrupación de santos, no me queda más remedio que propugnar una purga a lo soviético (pero sin el fallo posterior de querer imponer la mía, que es lo que siempre acaba pasando). Al final, de tales pensamientos lo único que sacas es amargura y resentimiento, y nunca he tenido muy claro eso de que una sola persona se convierta en juez y verdugo de sus semejantes (por mucho que cada vez que veo entrevistas de determinados personajes, o apariciones en público como salvador de salvadores, me bailen las opiniones y se me quiten las ganas de salvarles el pescuezo a algunos de ellos, bajitos y con bigotes, por ejemplo, y no hablo de Chaplin o Cantinflas). No en vano, justificando eso, ya tendríamos sobrevolando nuestras cabezas los mismos errores que pretendemos evacuar de este planeta.

Pero por otro lado hay cosas que me hacen renegar de tales violencias. No me gusta eso de pensar que el ser humano es malo por naturaleza o cosas similares, ni quiero que porque haya gente a la que los conceptos sociales que nos rodean la tilden de deplorable, tengamos que hacerla en un sofrito, como en el Medievo. No me malinterpretéis, no dejaría en la calle a todos esos que pueblan las cárceles, creo que las agrupaciones sociales tienen derecho a protegerse de aquellos que salen rana del seno de sus madres.

Es por esto que me da a mí por teorizar y pensar en abstracto, para intentar encontrar la forma de poder vivir más tranquilo sin tener siempre la hiel en la garganta. Pero no sólo por eso, sino porque creo que la naturaleza del hombre no está tan clara como está la del resto del mundo animal. Creo que quien hace ese reduccionismo se equivoca ya que, por lo que he podido ir observando, cada uno de nosotros tenemos nuestros afanes y nuestros miedos, y nuestra propia forma de vivir; es decir, que cada uno de nosotros tenemos una naturaleza que nos lleva de un lugar a otro, y a mí me asignaron la mía. Y no sólo por eso tampoco, sino porque me apetece vivir tranquilo y en paz sin tener el engorro de agobios y comidas de tarro (excúsenme los puristas del lenguaje), y eso es algo que se puede alcanzar, muy poco a poco, aunque escépticos digan aquello de “es que yo soy así”. Como todo en esta vida, sólo hay que saber qué estás dispuesto a hacer para ello.

Quizá todo esto sólo sean castillos en el aire, el texto “Trechos” una bonita alegoría de algo ingenuo y otras cosas simples brillos en un electroencefalograma. A lo mejor el reduccionismo sea la respuesta y el pragmatismo más material tenga que ser la estrella polar hacia donde caminemos; no en vano, múltiples filósofos, antropólogos, y no digamos ya científicos, se han esforzado durante años para tratar de robarnos el mundo de las hadas y de los alientos. Dentro de poco tendremos al alcance de la mano todo lo que necesitemos con una simple pastilla, y podremos enamorarnos a la carta, por poner un ejemplo. Pero en lo que eso llega y nos convertimos en robots con interruptores, prefiero seguir pensando que hay cosas a las que sólo llegaré por caminos que no se descubren ni en probetas ni mediante problemas de matemáticas, ni mediante la razón única. Que gracias a quien haya que dárselas, por ejemplo Dios, mis miedos no son las cosas que no puedo comprender, ni lo que a lo mejor no llego a conocer nunca; mis miedos no son los secretos ni las cosas escondidas. Sólo me da miedo el día en que los hombres crean que ya saben todo lo que tienen que saber. Y de esos todavía quedan.

Alberto Martínez Urueña 6-05-2009