lunes, 16 de febrero de 2009

Caminos oscuros

Andaba pensativo desde hacía un par de días acerca de cómo orientar la cuestión, cómo plasmar la idea que me bulle en la cabeza, y me he dado cuenta de que si pretendiese hablar de cada uno de los casos, me tendría que dedicar exclusivamente a ello durante todas las semanas, y seguramente escribir más de un texto. La verdad es que contaros sensaciones y sentimientos al respecto me parece un poco absurdo, porque sería repetir hasta la saciedad términos que escuchamos continuamente en los telediarios y en los reportajes, y si te lees el periódico, los tendrás por duplicado. Todo parece poco para expresarse cuando por dentro se revuelven las tripas ante casos como el de la niña, primero desparecida y ahora muerta, de Sevilla, Marta del Castillo.

Pero podríamos poner otra localización y otro nombre, podríamos poner otra edad, otro delito u otra clase social, y tendríamos algo muy similar ante esos morros y esas narices que de tanto que se nos espantan al final se caerán al suelo como un higo maduro. Eso, o es que una fuerza extraña está tratando de hacernos insensibles ante determinados casos, porque la recurrencia de esas cuestiones ya hace bastante complicado comer con el reportero que ustedes vean a las tres de la tarde en la televisión narrando el hecho que toque. Cuando no es el de una mujer a la que su consorte le ha partido la cabeza a hachazos es un grupo de chavales que se han liado a palos con algún inmigrante en un cajero; también tenemos la modalidad de alguno de una clase de no sé qué colegio que le han puesto la cara como un pan para sacarlo en Internet y demostrar lo machos que son la jauría que se han encendido contra él, o mucho más fácil, más cercano y más incomprensible cuando nos dan la gráfica in crescendo del número de denuncias por malos tratos que interponen padres contra hijos.

No me voy a meter en una avalancha de insultos e improperios contra los que tienen tales comportamientos y derivas hacia la personalidad de Mr. Hyde. Creo que la opinión que tengo yo la tiene la inmensa mayoría, y no hace falta ahondar más aún en comentarios que vamos a tener durante una semana de manera reiterativa en todos los medios de comunicación en los que se debata acerca del tema. Lo que pretendo con este texto es diferente.

Por motivos que en definitiva desconozco llevo un tiempo barruntando en la cabeza que la sociedad cada vez es más agresiva, cada vez está más cansada, más harta y más a la defensiva contra todo aquello que le rodea. Todos encuentran motivos para justificar ese nervio a flor de piel que lleva a levantar la voz a más de uno y que hace las delicias de las arruguillas del entrecejo; siempre hay razones más que sobradas vertidas a los cuatro vientos para ponerse a increpar e insultar sin medida, para tratar ya no de mostrar tu divergencia ante comportamientos u opiniones, sino también para explicar lo gilipollas que te parece el tío que comete los hechos. Y sinceramente, creo que algo estamos haciendo mal cuando la hiel parece que está a punto de desbordarse por cada garganta.

Decir, antes de continuar que obviamente no pretendo poner al mismo nivel a quien mata que a quien insulta. En esta vida hay niveles en todo: así como al cerro de San Cristóbal puede subir cualquiera mientras que el K-2 únicamente está al alcance de elegidos, un insulto es pronunciable por cualquier boca mientras que un martillazo en la cabeza sólo lo da quien ha perdido la suya. Pero también tengo que decir que estoy en contra de cualquier tipo de violencia, y la violencia es una actitud hacia las cosas que nos rodean. Es violento imponer tu verdad a gritos, es violento ir por la calle mirando a los demás como si fueses Clint Eastwood y no lo es menos actitudes tales como el desprecio, el insulto, los prejuicios o las críticas carniceras, esté o no esté delante el objetivo de tales ataques. A lo que voy es que la violencia no sólo es sacarle las tripas a uno en la puerta de una discoteca: la violencia es una actitud concreta y perfectamente identificable una vez que desnudamos los conceptos y nos quedamos con la idea. Podemos enfrascarnos en una digresión estéril sobre cómo definirla, pero creo que todos sabemos de lo que hablamos, todos hemos sentido alguna vez eso que nos hace torcer el gesto y reaccionar y que tendemos a justificar con peligrosa costumbre. No digo que nos vayamos a poner a pegar tiros como pasó hace setenta años en Europa y algo más en España, pero creo que quedarnos con objetivos tan bajos es un error bastante grave.

Sobre todo cuando te enteras de que las nuevas juventudes cada vez justifican más el uso de la fuerza, cuando encuentran motivos para usarla en pro de conseguir algún resultado, cuando se equivocan al pensar que hay algo positivo al final de ese proceso. Ya no es sólo una enajenación pasajera en la que te partes los morros con alguien, sino que incluso se justifica eso en determinadas situaciones. Y creo que esto nos indica que algo estamos haciendo mal.

Sé que ahora estáis esperando que diga algo más, una especie de conclusión o meta de todo lo dicho anteriormente. Sí que la tengo, creo que es clara después de lo que he dicho, pero me la voy a guardar, al menos de momento. La expondré en algún otro texto, antes quiero hablar de otras cosas que tengo en mente, y que os iré explicando las próximas semanas. Temas tales como la religión, el individualismo, la competitividad, el consumismo, lo divertido que les parece a alguno ser el más malo del planeta y una serie de etcéteras que se han ido gestando ese año que he estado en silencio forzoso por las oposiciones. De momento, dejo la reflexión, para que cada uno opine en su fuero interno, en la intimidad de su cabeza, con honestidad, a donde llevan los caminos que se orientan hacia la oscuridad.

Alberto Martínez Urueña 16-02-2009

martes, 10 de febrero de 2009

Complejidades

Devanándome los sesos ando, tratando de encontrar el tema que motive a este escritor para dejar sobre estas dos hojas el texto que quiero dejaros en el correo esta semana. Cada vez resulta más complicado encontrar uno, y no será por la falta de motivos que me da la actualidad o por las posibles recapitulaciones mentales que pueda hacer de lo que llevo viendo en casi ya veintinueve años (puedo ver las sonrisas de algunos de vosotros, pensando en lo mucho que me queda por ver, y así espero que sea). Pero cada vez resulta más complicado, ciertamente.

La política cada vez es más complicada. Supongo que en tiempos de crisis los ánimos están cada vez más exaltados, y defender una u otra postura supone recurrir a una inquina o a un sarcasmo que nunca me ha gustado demasiado. No hay más que ver los correos que llegan semana sí, semana también, de un lado y de otro, dando estopa al contrincante a base de verborrea elegante pero con intención más bien lobezna. Tanto unos como otros parecen ser los responsables de que la economía esté en plena hecatombe, las colas del paro sean largas y concurridas como las de un concierto puntero y el sueldo parezca que ya no vale ni para llegar a medio mes. El problema, creo, de la política es que cada vez tiene menos de lógica y más de partido de fútbol, en el que nadie puede explicar porque es del Barcelona o del Madrid, simplemente lo es y quiere partirle la cara al del otro equipo, o al menos que la estrella del susodicho se parta las dos piernas en un desgraciado accidente. ¿Por qué digo esto? Porque además, parece ser que, algo que debería ser una confrontación de ideas sin más, se descuelga en un intento de traerle la desgracia al contrario. Estaba pensando que sólo falta utilizar el vudú, pero nuestros vecinos galos creo que ya han tenido la idea y se vendían muñecos de Sarkozy en los Campos Elíseos para tal práctica de brujería. Supongo que como aquí en España es complicado superar determinados comentarios sin que a ninguno de nuestros representantes se le caiga la cara de vergüenza, no necesitamos utilizar la magia negra.

De Economía, ¿qué puedo decir? En primer lugar, como muchas veces he hablado con Eduardo, gran amigo e inteligente economista, que estamos hablando de una ciencia social, y como tales ciencias, no ofrece un solo resultado para una misma pregunta. No es como las matemáticas, que haces dos más dos y la calculadora te ofrece la respuesta al instante. Además, tiene otra característica, y es que no se puede andar haciendo pruebas como en el laboratorio de química a ver qué sustancias puedo mezclar para ver los efectos. Por último, también decir que, al contrario de cómo mucha gente cree, es probable que para conseguir un determinado efecto se puedan seguir dos caminos distintos, lo cual nos lleva a pensar de nuevo, aunque de refilón (no voy a entrar en ese tema hoy) que las verdades absolutas en materia humana puede que no existan; y si existen, no puedan ser conocidas por los propios seres humanos.

No obstante, y eso sí que me extraña de algunas personas, no se puede olvidar un detalle sumamente importante al respecto de la Economía, y es que tiene un componente cíclico que hace que unas veces las cosas vayan bien y otras vayan de pena. Cuando llega la crisis, todo el mundo trata de encontrar culpables y responsables a los que poder linchar a gusto y se hacen análisis por las más altas lumbreras, analistas políticos que parecen estar a un nivel que raya lo divino, hasta que te enteras de que trabajan para tal o cual periódico y entonces te explicas muchas cosas. Por desgracia, poco caso se suele hacer a los que saben, que suelen ser catedráticos de Universidad y bichos semejantes, que rara vez además saben hacerse entender, y otras veces, están hasta la cátedra de ver como sus ideas no se tienen en cuenta para nada.

Como podéis ver, elegir un tema de actualidad resulta complicado. Cuánto más puede resultar escoger un tema humanista para tratar de exponer una idea que te zumba en la cabeza desde hace algún tiempo, cuando sabes que a más de uno le va a producir urticaria craneana y se rascará la cabeza hasta que se le caiga el pelo, o que le puedes provocar una subida de tensión desagradable por sentirse ofendido o dañado en su modo de vida o en sus ideas. Las personas tenemos la costumbre de creer que la manera que tenemos de hacer las cosas es la correcta, y cuando alguien nos dice que quizá no sea cierto se nos suele torcer bastante el gesto. No os equivoquéis, no es que yo crea que me ha visitado una luz extraña y que tenga por cierto que tal verdad de la que hablaba antes se me haya rebelado; soy el primero que siempre he dicho que cada uno ha de alcanzar su propio destino y camino, y que semejante conocimiento no puede ser descubierto por organizaciones externas (me voy por las ramas).

Lo que pretendo decir es que tanto hablar de políticos que hacen las cosas de tal o cual manera, que tanta economía que se va al garete y tanto pollo mal montado en bicicleta, que si las primas de los banqueros, que si el Ministro de Hacienda, que si son todos unos cabrones y les mueve la avaricia… Al final lo que pasa es que nos olvidamos de que quizá en esto, de manera ínfima, pero sumando el esfuerzo de cada uno de nosotros (como lo del anuncio de no despilfarrar el agua en casa), todos tengamos un poco de culpa de lo que nos rodea. Porque sinceramente, no he visto a nadie que dijese que él no pondría la mano cuando llegase la prima, no he visto a nadie que no mire a ver de qué forma defrauda a Hacienda, no he visto a nadie que no quiera la televisión último modelo o vivir en una casa más grande. Lo que he visto es una sociedad que prima el consumo y quien más consume es mejor, que prima la competitividad y quien llega más arriba es mejor, que prima ser el más guapo y quien es más guapo es el mejor; he visto que la envidia hacia el que más cobra es tan recurrente que da asco. Ahora llamadme demagogo, o lo que os de la gana, porque como ya os había dicho al principio, es complicado a veces escribir este texto, así que al final lo que he hecho es decir lo que me ha parecido, lo que llevo pensando un tiempo, y lo que deseo que me alcance lo menos posible. Y por cierto, sí, en política, como en la vida, soy rojo, a veces casi negro, pero eso ya es otro tema y otra honra.

Alberto Martínez Urueña 10-02-2009

lunes, 9 de febrero de 2009

Aquella sonrisa

Andaba yo enredándome en conceptos a costa de un texto que pretendía escribir, con filigranas y encaje de bolillos, cuando temas más serios han hecho que el texto de esta semana tenga que ser reescrito. No soy dado a expresar tales recodos en estos lances lexicográficos, pero la ocasión lo merece y, aunque otras veces se quedase en el ámbito privado todo aquello que escribiese, esta vez verá la luz en parto electrónico.

Escribí en uno de esos textos privados hace tiempo acerca de aquellas mujeres que siempre quedaban en la sombra y que realizaban el trabajo más silencioso y oculto de contención en familias, organizaciones y en esta sociedad. La idea original al respecto no fue propia; la escuché de un sacerdote amigo mío en cierto funeral, y asentí con rotundidad la idea, y marcados quedaron a fuego en mi memoria la imagen e instante en que escuche aquellas palabras en la misa por aquella señora que, si bien no era mi abuela, poco la faltaba para ser así considerada. En aquel momento, Ángel, con su acertada perorata, resaltó la extraordinaria función de aquellas mujeres que pasaron por lo que pasaron sin rechistar y sin hacer grandes aspavientos, diciendo aquello de que la vida es de tal o cual manera y el poco sentido de andar reclamándole explicaciones a los vientos cuando la existencia se torcía y golpeaba con saña. Aquella generación era dura, eran de los que se hicieron a golpe de arado bajo el sol en verano, de fríos inclementes en invierno y, por desgracia, a golpe de tiros, fuego y metralla en aquella locura fraticida del treinta y seis. Siempre que he pensado en ellos ha sido con un respetuoso silencio, quitándome el sombrero, pensando en aquellos días de truenos, de casas destrozadas, de muertos por las calles… Cada zona de esta idea llamada España tuvo lo suyo, y quien no lo tuvo de lleno lo pasó tan rozando que daría más miedo que cualquier otra cosa que se me ocurriera de símil o metáfora; y así se creció, con la idea de que podría volver a pasar, de que tal o cual político la estaba preparando, de que con todos esos discursos se estaba volviendo a gestar, y así con la neurosis instalada en el cerebro. Lo vi demasiadas veces.

Mi abuelo era de esos, de los que cuando salía Arzallus o Aznar, o Pujol o cualquier otro político, lo comentaba con miedo. Se le podía ver, escondido entre el mal genio que gastaba, aquella sensación de quien conoce cosas que la gente de mi generación no debería ni pensar. No era de Franco, os lo puedo asegurar, le odiaba a muerte por haberle llevado a la guerra a matar rojos y por preparar la barbaridad que preparó en esta tierra. Hoy en día, bajo el tejado de estos pensamientos, no me deja de resultar demasiado irreal ver como los niños juegan al ordenador a pegar tiros, como se divierten haciendo de soldado de desembarco en Normandía, de francotirador en Yugoslavia o de marine en Irak… De cómo se lanzan sin miedo a la batalla pretendiendo ser valientes guerreros, duros y desalmados, pegando tiros como si de una película se tratase, y se olvidan de la terrible tragedia que supuso toda aquella contienda, de los gritos de horror que debieron escuchar aquellos hombres y mujeres, de las terribles consecuencias para toda una edad de los hombres, sin entender que hay cosas con las que no se juega. Mi abuelo era de esos, de los que se recorrieron España entera con el fusil al hombro (bueno, creo que lo suyo era una ametralladora francesa), con calor por el Mediterráneo en verano y con veinte grados bajo cero en Teruel metido en un hoyo a ras de suelo en invierno, viendo morir amigos y enemigos, viendo el miedo de su alma materializado en los ojos de sus compañeros, sabiendo que en cualquier momento…

Pensaba aquella vez en las mujeres de aquellos años, o las niñas que no entenderían nada de lo que pasaba a su alrededor, de cómo levantaron familias, de cómo las sacaron adelante cuando realmente todavía se pasaba hambre en España (no hace tanto de aquello, echad la vista atrás, y veréis que a muchos de vosotros, si no os tocó, os pasó rozando). Ahora pienso en aquellos hombres, anónimos la mayoría, sin calles que recuerden que pasaron por esta historia, muchos de ellos ya simplemente en la memoria de los que dejaron de legado en este valle que me niego a creer de lágrimas. Pienso en ellos, que acabaron y pasaron por las trincheras y después, sin tiempo a pensar en más, volvieron a sus ciudades, a la vida normal si por aquel entonces todavía existía, a buscar trabajo, a crear vida.

Pero ante todo, lo que pretendía con este texto, es honrar a mi abuelo, que como otros muchos, no tienen calles ni honores ni estatuas. Después de toda una vida y de lo que supuso haberle conocido, con lo que ello implica al respecto de cualquier persona, incluidos nosotros mismos, me quedo con lo bueno, y, perdon por la expresión, me importa un carajo si es un frase hecha, que supongo que a todos nos acaba leyendo la cartilla esta vida. Porque a pesar de lo que haya sido, sé que lo hizo lo mejor posible y que fue su forma de demostrar lo que él llevaba en las entrañas. Pudo ser más o menos acertado, pero cuando sabes que fue cierto aquello de que por nosotros lo habría dado todo si hubiese sido necesario, no queda otra. Igual que todos aquellos de los que hablo en el texto, igual que tantas personas que de una forma u otra lo hicieron, como tantos que, a pesar de que se pudieran haber equivocado en las maneras, pretendieron darnos lo que al final, y viéndolo con autenticidad, nos dieron. De recuerdo me quedaré con su sonrisa prístina y sincera, de las veces en que me cuidó y se preocupó por mí, de cuando fui con él al parque de Canterac, o de su cara de susto cuando se me ocurrió mirar a ver si aquel ascua de la caldera estaba caliente. Porque mi abuelo pudo ser de tal o cual manera, pero fue mi abuelo. El resto me lo guardo y lo limpiaré con lágrimas si es preciso. Descanse en paz.

Alberto Martínez Urueña 30-01-2009