sábado, 22 de diciembre de 2007

Probabilidades

En uno de los pocos descansos que me está dejando esta gripe que he pillado a principios de semana y que me tiene aguantando uno de los inviernos más calurosos de mi vida, aprovecho para sentarme delante del teclado y ver si aguanto hasta el final del texto. Además, como ya sabéis de mi aleatoriedad, esta vez causada por la fiebre, pues tampoco me extiendo demasiado en inocuas excusas.

Salid de las ciudades, de todas esas calles de cemento y hormigón, de falsas luces de neón y brillantes escaparates que en pocos días estarán ya deslucidos, la belleza horadada y carcomida, presa de la rapidez y fugacidad de nuestra era. Salid de las laberínticas preocupaciones y del estrés que os atenaza las entrañas, marchad fuera de sus lindes y visitad los bosques y los mares, volved a ver los océanos y, si podéis, acercaos a las altas montañas. Revisad la imagen que tenéis de esta Ibérica Península por tantos siglos así bautizada, porque quizá, y digo quizá, ya no volvamos a tenerla nunca más.

La estadística, rama de la matemática que utiliza grandes conjuntos de datos numéricos para obtener inferencias basadas en el cálculo de probabilidades, nos arrebató en el terreno de la ciencia la seguridad absoluta. Los conjuntos totalmente seguros son quimeras en la mayoría de los casos, siempre hay que dejar algún espacio reservado para la falsabilidad y aceptar la posibilidad de determinadas conclusiones estén equivocadas. Es la esencia de la vida misma: aquel que se considera en posesión de la verdad absoluta seguramente esté equivocado; es más, aquel que no es capaz de ver más allá de su verdad y poder ver otras verdades, está ciego; por concluir, aquel que no es capaz de aceptar que aunque no las ve, puede haber razones o verdades que no conoce, es que es un necio.

Estos dos párrafos al parecer tan distantes vienen derivados de las noticias sobre la cumbre de Bali; ya saben, esas reuniones que cuando empiezan van todos los invitados de esmoquin, con sonrisas como si se hubiesen comido unos limones en vinagre, en plan de “qué marrón me ha caído”, luego se hace la declaración de que así vamos de culo, pero luego el culo no es mío, y el que tiene que arremangarse es el de enfrente. Han tenido que ser de un lúdico subido los bis a bis entre los hijos de señor Bush, emperador del mundo occidental, y esas naciones asiáticas en donde la mayor producción parece que son personas, como China y la India, que ya son un tercio de la población mundial, y subiendo. Y con armas atómicas, no vayais a pensar que son como esos palestinos que sólo tienen para dinamita y kalasnikovs que venden en los puestos del mercado dominical. Estos dicen que tienen derecho a contaminar lo que hemos contaminado nosotros antes, y los primeros dicen que se pasan por el arco del triunfo lo que ocurra con el polo norte mientras sus beneficios no decrezcan, y que sus hijos se las apañen. Y claro, se escudan en estudios de otros grupos científicos que están al otro lado de Greenpeace que dicen que eso del cambio climático es una chorrada de taberna y que no nos preocupemos aunque suban las temperaturas y el mosquito de la malaria se suba a la patera y se nos venga a Andalucía. Siempre nos quedará que podremos utilizar ese modo de transporte tan barato y tan exótico como es el camello saharaui. Y eso sí, todo insulto maquillado con una sonrisa dieciochesca digna de “Las amistades peligrosas”.

Con toda esta temática referente al campo de las probabilidades, hay que reconocer por tanto que quizá las haya de que la parte que arguyen que no pasa nada tenga razón, de que el cambio climático sea una bobada, de que el hombre no puede incidir sobre el clima mundial y de que si, en todo caso, la santa madre tierra quiere preparar otra extinción, pues nos iremos todos al cuerno tan deprisa que nos dará hasta vértigo.

Esto último es cierto, no hay más que ver lo que ocurre cuando a las placas tectónicas sufren el más mínimo desplazamiento en su aparente quietud (que ya sabemos que realmente no es tal); o cuando la lluvia, más que aliada, se convierte en un monstruo de finos dientes y voz terrible; o cuando no llueve nada y se prende hasta la hierba. Sin embargo, imagínense por un momento el paisaje que se plantearía si el hombre sí pudiera influir de manera decisiva sobre el cambio climático, de forma que todas las miasmas que lanzamos a la atmósfera puedan hacer, ya no solo que La Manga del Mar Menor se vaya al garete como nos hicieron ver en un fotomontaje hace poco, o que el Ebro a su paso por Zaragoza parezca un desagüe, sino que nos vayamos todos definitivamente a la mierda. En esos momentos no podremos pedirle cuentas al primo de Rajoy, ni coger a Bush y a Hu Jintao (presidente de mil doscientos millones de amarillos, más emigrantes con derecho a voto) y aplicarles un poco de ese petróleo que reclaman y pegarles fuego, porque ya estarán muertos. Y nosotros con ellos.

Por este motivo, aparte de otros muchos que ya os he dado en otros textos, quizá menos catastróficos y apocalípticos, lo de que salgais a ver el campo tal y como es hoy en día, porque hay probabilidades de que la moneda caiga de un lado o del otro; y con una simple apuesta de qué caballo llega antes, como mucho se arruina el que la haga, pero con otro tipo de probabilidades uno de los extremos es demasiado serio como para tomarle por seguro, y si luego nos habíamos equivocado, pues también dará igual, porque no habremos parado el cambio climático y nos estaremos friendo a fuego lento en el desierto de Galicia. Pero por lo menos no lo haremos cara de gilipollas.

Alberto Martínez Urueña 22-12-2007

viernes, 14 de diciembre de 2007

La barra del bar

Hablaba ayer mismo con una buena amiga mía sobre la vida. Ya saben, y en mí se cumple como con el que más, la típica conversación de barra de bar, con una caña subiendo y bajando sin descanso, codo en el metal y atenta escucha uno a otro. Una de esas conversaciones que con demasiada frecuencia, y una vez ya es suficiente, se empeña en estropear algún parroquiano con pocas miras y demasiados whiskys. Quien haya vivido situaciones como ésta sabrá a lo que me refiero y estará conmigo en que ciertas personas mejor harían en quedarse en casa y en silencio, o al menos tener los suficientes visos de atención como para darse cuenta de que quizá en la conversación que se estaba intentando mantener hay uno que sobra.

Pero incidencias al margen, que no dejan de ser jocosas (si bien, al día siguiente), como les contaba, estaba yo en cierto bar que frecuento muy a menudo, y que para más señas se llama La Galatea, cervantina referencia, lo que le añade más interés por mi parte si cabe, de tranquila conversación, ya saben de esas de que la vida es así o de tal otra forma, dándole mil vueltas al tema para acabar diciendo siempre lo mismo pero con otras palabras. Lo bueno de esas conversaciones es que normalmente se pueden sacar matices que en otras conversaciones de igual índole y condición no habíamos visto, por mucho que unas y otras se parezcan; pero esto es como el mar de fondo, que por mucho que la superficie esté tranquila, puedes acabar arrastrado por la corriente a mar adentro. De hecho, según el número de cañas que te hayas tomado, ese mar de fondo se puede hacer más y más peligroso, o según el grado de exaltación que tengas ese día, dependiendo de las horas curradas o de las que hayas fusilado ante la mesa de estudio.

Como bien sabéis muchos de vosotros, soy una de esas personas que se siente cómodo en los bares tranquilos, que la música no esté demasiado alta y en los que la variedad de personas sea lo más amplia posible. Supongo que por todo esto es por lo que, poco a poco, he ido eligiendo los lugares que he frecuentado o que frecuento en la actualidad, independientemente de las personas con las que en cada momento estuviera, ya que teniendo en cuenta la ingente cantidad de conocidos que han sido y son del gremio, soy de esos que podría ir haciendo rondas cada fin de semana. Y sin beber en todos ellos, que ya saben que la línea de meta está en la cerradura de tu casa, y si no, no llegaría. Soy una de esas personas de codo apoyado en la barra, de conversación de tasca desguarnecida de todo tipo de elementos decorativos, o de las más vistosas; lo único indispensable: que haya un camarero, o bien un pincha, al otro lado al que la geta de este menda le caiga simpática, o al menos no demasiado desabrida.

La historia, que muchos desconocen, comenzó antes de tiempo seguramente (ahora opino que hay ciertas edades en las que se está mejor en el parque que en la barra) en aquel santuario para mí que se llama Calle Mayor. De tanto sentarme al fondo de la barra, ahora cada vez que entro Javi, el dueño, me saluda con una sonrisa y casi instantáneamente me pregunta que si un café o una caña, luego unos cuantos “¿qué tal el negocio?” o “ya hacía tiempo que no te pasabas” y después por donde se tercie seguiremos, quizá rememorando aquello que para mí ahora es mucho y para él nada, es decir, el tiempo que llevo visitándole, o quizá sobre la familia, las novias que me ha conocido o las que no, o los amigos que he llevado por su negocio. Desde luego, temas nunca faltan.

Después han sido varios, pasando por los del pueblo Villanueva de Duero, que algunos conocí, en el Cadaqués o en la cervecería La Fuente, más tarde el Adeshora, por supuesto el Master, el Deltoya, el Testarrosa, La máquina del tiempo, y otros muchos garitos en los que cuando entro hay saludo riguroso y formal. Qué duda cabe que muchos de esos saludos y conversaciones son más formalistas que sinceros, pero lo importante no son los que me saludaron por compromiso, sino los que lo siguen haciendo porque les agrade mi presencia. Que les hay.

Lo que pretendía decir es que me gustan los bares, las barras y las cañas mucho más que las discotecas, bares de ambiente o música insufriblemente alta (aunque alguno de los anteriores peque en alguna de estas cosas, según el que pinche música esa noche) por el sencillo motivo de que prefiero las conversaciones que me enriquezcen al completo aislamiento de la frase fácil, del chiste malo o ya, cosa que me supera, la grosería más borrega. De todo hay en todos los sitios, pero hay condiciones que facilitan más ciertas cosas, desde luego, e independientemente de que me pueda gustar más determinados ambientes, o unas músicas más que otras, ¿qué queréis que os diga? Prefiero hablaros que ignoraros, a riesgo de la crítica fácil del largo tiempo que puedo pasar cantando cada fin de semana.

Por todo esto, llevaba tiempo queriendo escribir un texto como éste, os lo aseguro, en honor de todos los camareros que han sido y que serán, que me han aguantado alguna pena o que me han contado su vida, porque en esto ha sido todo recíproco. De tanto bar me habré llevado cosas buenas y cosas malas, pero me quedo con lo bueno, ya saben que esa es la manera en la que me gusta ver la vida de la que hablaba el otro día con Carolina. A todos ellos, algunos recibís mis textos, las gracias por tanto rato agradable y tanta caña tan bien tirada; por la inspiración que para muchas de mis poesías he encontrado, por las razones que me habéis dado para mis canciones, o para los argumentos que pienso utilizar en mis libros. La vida está allí donde la llevas, pero también donde las historias que escuchas te la ofrecen. Gracias a todos.

Alberto Martínez Urueña 14-12-2007

miércoles, 5 de diciembre de 2007

La niebla

Se sentó en la playa, junto a la cruz que conmemora el paso de cierto avión hace casi un siglo. En su frente, la ruidosa rompiente del Atlántico, majestuoso aquella tarde de tormenta, con el agua grisácea como el cielo plomizo que amenazaba con precipitarse contra la tierra, mezclados en sinuosa línea difusa en el horizonte, allí donde las distancias ya no existen.

Los acantilados de ambos lados de aquella nórdica cala rugían como leones encastados, orgullosos de su aspecto, bramando ante el mar, cediendo sólo aquello que por naturaleza es imposible no dar. Sabiendo como, poco a poco, iban a ser horadados sin que nada ni nadie pudiese evitarlo. Tal era el destino, así lo atestigua la orografía que les rodea, desplomada capa sobre capa, de orillas trazadas con tiralíneas que obligan a las mareas a recorrer las grandes distancias cuando acuden a la llamada del astro lunar que les tiñe de plata cuando las estrellas acuden presurosas a la muerte de Helios.

Sin duda, aquella visión entorpecida por aquella niebla tan densa era una de las más bellas que había contemplado en toda su vida. Aquella profusión de gris sobre gris, de tonos que pretendían pasar del negro al blanco sin atreverse a cruzar la frontera que les apartase al uno del otro, con la espuma del mar danzando entre ella, mezclándose, impregnando con su salitre el aroma de los prados que bordeaban aquel particular santuario natural… Era un paisaje que trataba de explicar que tras el manto de aquella nebulosa persistente podía ocurrir cualquier cosa, era la incógnita más clara, la más clásica de las dudas, la encrucijada de la decisión más compleja. Sin embargo, ¿para qué pretender llegar tan lejos?

Parecía que el tiempo se había detenido en aquel lugar, como si nada pudiese perturbarlo y, sin embargo, para los ojos que querían penetrar más allá de las ásperas superficies, se podía ver la suave mutabilidad que entretejía cada uno de los puntos que formaban parte de aquella composición perfectamente equilibrada y majestuosa, como si un artista de talla universal hubiese creado para la ocasión una delicada obra de arte de fasto casi divino.

Allí, envuelto en aquella neblina tan persistente, comprendió muchas de esos interrogantes que desde que el hombre es hombre han inquietado la conciencia humana. Más que comprenderlas, casi las intuyó, las tocó durante unos pocos segundos, del mismo modo que se roza esa espuma de mar de una ola que se arrastra por la arena de la playa, transformando poco a poco ese lugar en lo que será cada instante que pasa, haciendo de una misma playa múltiples playas, haciendo de la roca del acantilado una lisa superficie, llevándose las diminutas esquirlas que va arrastrando con sus caricias, tal y como hacen todas las caricias: transformando de manera irremediable las superficies que tocan.

Lo vio como sólo aquel que es capaz de mirar de forma sosegada y atenta puede verlo, de esa forma que encuentra el que no lo busca y que quien lo busca es probable que nunca lo pueda encontrar; de esa forma en la que ocurren los sucesos importantes de la vida: de manera tan imprevista que soslayan todos aquellos cálculos que pudieras haber hecho con anterioridad, demostrando de manera inexorable lo que ya dijeron muchos, y es que la vida es demasiado grande para poder ser calculada por tan finita herramienta como es la mente humana. Lo vio como quien ve los rayos del sol a través de aquella niebla tan persistente, sólo de manera difusa, sin poder explicar muy bien lo que es, pero sabiéndolo de esa forma tan certera que no requiere de explicaciones, pero que tampoco las busca.

Y se dio cuenta de un detalle tan increíblemente importante que una oleada de sensaciones tan brutales como serenas recorrieron al mismo tiempo su cuerpo, olvidando por un instante la existencia marcada por la dualidad a la que el ser humano parece condenada (y atada por cadenas tan persistentes como propias). Vio a las personas que le rodeaban imaginándose lo que habría detrás de la niebla, fantaseando con imágenes, historias extrañas, cosas absurdas, pero sólo a una chica de más o menos su misma edad observando lo mismo que observaba él: simplemente la niebla, sin pretender ir más allá, sin tratar de encontrar nada más que lo que allí había, disfrutando únicamente con lo que la naturaleza les había puesto ante sus ojos, ante sus sentidos, ante sus almas… Sólo cruzaron sus miradas una vez, pero fue suficiente para saber qué era lo que había ocurrido allí, y para saber que a veces hasta las cosas más sencillas son comunes al ser humano, aunque haya quien se empeñe en ocultarlo. Y para saber que hay veces en que el silencio de una mirada es más efectivo que un discurso.

Imagino que a más de uno le habrá parecido demasiado esotérico este relato. Bien es cierto que desde muy pequeño me han tachado demasiado idealista, demasiado teórico, demasiado filósofo… También, otras veces, de pretender cambiar el mundo, o de no pretender más que lanzar una tras otra críticas, quedándome en aspectos superficiales, sin pretender aportar soluciones a problemas reales. Supongo que en parte será cierto, o quizá sea la complejidad de explicar ciertas cosas que mejor se cuentan en una mirada.

Sólo, por concluir, imagínense por un instante el paisaje que he querido recrear; y por un instante traten de no ir más allá de lo que tienen en ese momento. Olviden aquello que querían hacer, aquello que desearían realizar, no piensen en lo que no podrán hacer, o simplemente, en lo que les puede hacer sufrir o que les atemoriza. Una vez hecho eso, ¿qué les queda? Sólo lo que la naturaleza, llámese tiempo, espacio, dios, o como ustedes prefieran, haya puesto ante sus ojos. Y párense a disfrutarlo durante unos instantes. Les aseguro que de no haberlo hecho, ahora no podría haber descrito este paisaje, ni tampoco mandarles un texto a la semana. Porque, ¿para qué mentirles?, al final la niebla se la llevó el fuerte viento, y lo que había detrás se destapó en toda su grandiosidad. Lo único que hacía falta era un poco de espera.

Alberto Martínez Urueña 4-12-2007